jueves, 7 de diciembre de 2017

"El retorno a los sesenta" de Luis Racionero (Blanco y Negro, 3 de enero de 1993)


EL RETORNO DE LOS SESENTA
HAN pasado más de veinte años desde 1968. El fenómeno «hippy», contestatario, ecológico, político, sexual de ese momento se nos aparece no como una moda cultural más, sino como la única propuesta seria después del existencialismo de los cuarenta. Con una distinción original: era la primera vez que los jóvenes tomaron, la iniciativa por sí solos. El existencialismo, el dadaísmo o el marxismo eran propuestas de pensadores angustiados, artistas histriónicos o economistas concienzudos que necesitaban convencer a una masa para convertirse en movimiento. El sesenta y ocho tuvo su origen y motor en los propios jóvenes, que protestaron con su estilo de vida alternativo y sólo luego buscaron en pensadores libertarios y tradiciones culturales exóticas el apoyo a sus actitudes vitales.
El sesenta y ocho no fue una rebelión de ideas, sino de vivencias: no se protestaba con argumentos, sino con formas de vida nuevas, chocantes, incompatibles con el «establishment»; no se invocaba el amor libre, se practicaba; no se discutía la Universidad, se la abandonaba; la sociedad establecida se criticaba marginándose. Obras son amores y no buenas razones. Quizá en esta honestidad vital de los «hippies», en este su envolverse plenamente en la experiencia en lugar de palabras, resida la fascinación que ejercieron sobre mí y el respeto curioso que ahora despiertan en la generación siguiente, una vez superado el natural e inevitable desprecio que cada generación siente por la de sus padres. Entre el sesenta y ocho y el noventa y dos no ha surgido ningún movimiento que supere a los «hippies» en originalidad, contenido y potencial de cambio social.
El azar quiso que ganara una beca Fullbright para doctorarme en urbanismo en la Universidad de Berkeley, en 1968 y 1969. Me tocó vivir de primera mano, en el centro del ciclón, aquellos años locos; gentes que lo vivieron desde aquí o que lo han conocido luego me preguntan a menudo de qué iban los sesenta. A veinte años vista, el sesenta y ocho se yergue como lo más importante que ha pasado culturalmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Es como una cima que separa dos vertientes de aguas. En el sesenta y ocho acaba la cuenta del pensamiento materialista dialéctico que lo basa todo en el cambio social y comienza una mentalidad individualista que da prioridad al cambio personal. Porque quienes nacimos después de la bomba atómica no podemos mirar al mundo como una mera lucha de clases, sino más bien como una astronave averiada y con pilotos neuróticos.
Los «hippies» buscaban sus raíces. Como no podían aceptar las de su entorno, que rechazaban, debían irse hasta el futuro, a utopías tecnológicas, tipo Buckminster Fuller, o hacia el pasado. Pero, ¿cuál es el pasado de norteamericanos que renuncian a la idea puritana de los colonos?: los indios. ¿Pero pueden los jóvenes del sesenta y ocho sacar algo en claro de los apaches, los comanches, los sioux, ni siquiera de los hopi? Ésta fue una de las barreras que estancó la corriente «hippy». Su subconsciente colectivo alternativo, el espíritu de la tierra que ellos buscaban lo poseían los indios americanos. De ahí la fascinación por Las enseñanzas de Don Juan y demás libros de Castañeda. Pero, ¿cómo conectar con los indios? Vida sana, tiendas de campaña, niños a la espalda, vestidos de arte, sí, pero no bastaba para construir una cultura alternativa, la cultura contracorriente o «contracultura», como luego se ha llamado,
Había otra salida que se intentó, el viaje a Oriente. Buscar las raíces de la nueva cultura en la tradición oriental. De ahí el viaje a Katmandú, el estudio del zen, las sesiones de yoga. Pero ¡qué difícil compaginar estos elementos orientales con el entorno tecnológico americano! Tampoco fue posible. Al final las aportaciones del sesenta y ocho han quedado en una superficial -aunque no desdeñable- suavización de las puritanas costumbres norteamericanas: cosas inaceptables en los cincuenta se convirtieron en normales en los setenta. El país se relajó un poco y supongo que ha sido positivo. Pero no es lo que pretendían los «hippies», que querían cambiado todo, «destruir el sistema» y volver a empezar una vida sobre bases comunitarias, ecológicas, hedonistas. Phil Slater en The Pursuit of Loneliness lo explica muy bien, comparando las ideas fuerza de las dos culturas, la establecida y la propuesta, que chocaron en el sesenta y ocho.
Para mí, que venía de Europa, el problema se complicaba aún más, pues encontraba el ruralismo pionero de los «hippies» demasiado primario. Si lo americano normal nos parece ya un tanto burdo y carente de refinamiento, aquella búsqueda hacia una mayor naturalidad de los «hippies» me lo ponía francamente difícil. La pregunta era: ellos buscan sus raíces en los apaches, pero ¿dónde las busco yo? Supongo que así fui a parar a los trovadores -nuestra cultura «underground» abortada por los bárbaros del norte- y a la tradición hermética de Ramón Llull y San Juan de la Cruz, equivalente europeo al zen y al hinduismo. ¿Se logrará algún día integrar en la actual cultura europea la tradición hermética y el sueño de los trovadores? Para mí es un proyecto pendiente. Aquí, en el Mediterráneo, no podemos buscar en Cochise o Jerónimo, sino en la poesía fresca y humana de Ramón Vidal y Beatriu de Día, próximos al solaz de la alondra y al gozo de los pájaros, cuyo misterioso lenguaje evocan los místicos.
Los sesenta nos obligan a hablar inevitablemente de la Beat Generation. Es un término que se le ocurrió a Jack Kerouac: en 1948 te estaba contando a John Clellon Holmes el modo cómo andaban por Times Square los «hipsters» y dio con el término Beat Generation, «beat» significa ritmo, en el sentido que marca el ritmo el batería de «jazz». Era natural que la generaron se definiera por un término musical, pues todos ellos debían mucho al «jazz» no sólo como música oída, sino como pretexto de lugares y ambientes donde se encontraban a gusto. Y no tenían muchos lugares donde encontrarse a gusto estos poetas que detestaban el materialismo conformista de la victoriosa América de la posguerra.
En Barcelona, los progres de los cincuenta nos teníamos que meter en la cava de la calle Parlamento y en el Jemboree de la plaza Real a oír «jazz»; en Nueva York en los cuarenta y en San Francisco en los cincuenta, los poetas se refugiaban en las cavas de «jazz». Era un último mimetismo -que América ya no repetiría después- hacia los intelectuales, existencialistas en este caso, de corte europeo. Aún Rimbaud influye en Ginsberg y Lamantia es discípulo de André Bretón en Nueva York durante la guerra. Los «beats» son un «remake» de las cavas existencialistas parisienses. Es la última vez que América copia de Europa: los «hippies» serán ya un fenómeno americano que copiaremos los europeos.
Los «hippies» nacen del «rock» como los «beats» del «jazz». Si lo uno se nace al aire libre y en festivales multitudinarios, lo otro es un ritual intimista para pocos, en oscuras cavas entumecidas de humos diversos. Si el «beat» se evade en alcohol, el «hippy» lo hace con hierba; y la fuentes de estímulo distintas, maneras distintas de manifestarse, que en ambos casos conocieren en protestar contra el materialismo del «american way of live». En ello reside el parentesco, de padres a hijos, entre «beats» y «hippies».
Los «beatniks» son los últimos bohemios urbanos, literarios, tertulianos de café, cenáculo y lectura poética; los «hippies» son vagabundos, bohemios en el sentido gitano: variopintos, faranduleros, viajeros, decidores de suertes, portadores de amuletos, hijos de la antigua sabiduría hermética deformada y aprendida de memoria. Los «beatniks» -Ginsberg, Snyder, Kerouac- dieron carta de naturaleza al movimiento «hippy» en el histórico «be-in» de Golden Gate Park en San Francisco en 1966, donde, para solemnizarlo, aparecieron los Beatles y Dylan.
Dylan es el eslabón perdido entre «beatniks» y «hippies», el mediador de dos generaciones, porque, por edad e influencias, está entre ambas. Nutrido en los poetas, se expresa con los «rockeros»; toma lo mejor de dos sensibilidades y las aúna en letra y música. Lennon también lo intenta, pero le sale mejor el elemento musical que el poético. Lennon ya habla con el surrealismo del LSD, Dylan aun protesta con la indignación moral de los existencialistas. Esa indignación, en América, estalla a la luz pública con la lectura de Howl, por Alan Ginsberg, el 13 de octubre de 1956 en la Six Gallery de San Francisco, con tumultuosas respuestas. En este acto leyeron poesía Ginsberg, Snyder, Lamantia, Whalen. McLure y Rexroth y se dio a conocer la sensibilidad «beat», que venía formándose en el Este desde el final de la guerra mundial.
Ginsberg, en el poema Howl, y Kerouac, en la novela On the road, escrita en 1951 y publicada en el 57, expresan la protesta y el anhelo vital de la nueva generación americana. Detrás de ambos hay un inquietante personaje, graduado de Harvard en el 36, iniciado a la morfina, macilento, de aspecto insano y alerta, una especie de cura relapso, inquisidor, con su jersey de cuello alto y ridículo sombrerito. Isaiah Berlín dice que en el trasfondo de Tolstoi deambula el pensamiento de Joseph de Maistre, detrás de Ginsberg y Kerouac está la sombra de William Burroughs, que los conoció en el 44 y les animó a ser escritores. En 1953 Burroughs publicó Junkie o las confesiones de un adicto irredento. Marcho a Lousiana y luego a México, donde, borracho, mató a su mujer de un tiro. De allá se fue a Tánger, donde escribió Naked Lunch, publicado en 1959.
Kerouac escribió On the road para contarte su vida a su segunda mujer, en tres semanas a base de bencedrina y café, en un rollo de teletipo de 40 metros. Era abril de 1951; no encontró quien se lo publicara hasta 1957.
Hay solamente otros dos personajes que me interesan en esta generación: Gary Synder y Lawrence Ferlinghetti, aparte de Kenneth Rexroth, introductor de embajadores y comadrona de todos ellos. Hay otros dos, notables, pero de los que no he sacado gran cosa: Gregory Corso y Michael McClure. Supongo que de Corso sí sacó algo Quim Monzó, pues en 1958 Corso publicó Gasolina (nuestro desfase cultural se ha reducido, por tanto, a solo veinticinco años).
McClure me cae bien por sus buenos modales y aspecto distinguido en medio de todos estos exagerados pioneros. Además, y característicamente, ha envejecido bien, como Ferlinghetti, cosa que no se puede decir ni de Corso ni de Kerouac, que murió alcoholizado en 1969.
Gary Synder
A Gary Snyder no le conocí personalmente, porque vivía, y vive aún, en las montabas de la sierra californiana. De todos es quien más me interesa. Snyder aparece en esta generación de la mano de Rexroth, que se lo presenta a Ginsberg en 1955, cuando éste estudiaba en el departamento de literatura inglesa en Berkeley: A bearbed interesting Berkeley Cat, lo describió Ginsberg. Snyder leyó sus poemas el día de la Six Galery y Kerouac lo incorporo, con el nombre de Japhy Ryder, a su novela Los vagabundos del Dharma. Snyder se doctoró en Berkeley con una tesis sobre el mito en la literatura, se interesó en el zen y se fue a Kioto a practicar za-zen durante doce años. De regreso a California en 1969, se instaló en las sierras, donde vive y compone poemas que le valieron en 1977 el premio Pulitzer. Su libro de ensayos Earth Household me impresiona tanto o más que sus versos.
Snyder es un tipo enjuto, ojos claros, aspecto de trampero del Canadá, larga cabañera recogida como el legendario Wetzel o Davy Crocket; es como un Allan Watts en pionero. Snyder, quizá por vivir en las Montañas Rocosas y aplicar en su vida las ideas que escribe, es una figura digna, muestra viviente de les ideales de una generación que ya está desapareciendo, si no ha desaparecido del todo.
Ken Kesey jugó un papel destacado en el nacimiento de la contracultura. Con un grupo de amigos que se autodenominó The Merry Pranksters compraron un autobús de colegio, lo pintaron de modo psicodélico y cruzaron USA desde California hasta Nueva York para saludar a Jack Kerouac. Por el camino repartían ácidos e incitaban al desmadre. Kesey, que fue arrestado y juzgado para que se le pasaran las ganas de incordiar, escribió un libro excelente, Alguien voto sobre el nido del cuco, del cual Jack Nicholson hizo una interpretación cinematográfica memorable. Kesey se esfumó de la escena en 1970 y se retiró a una granja de Oregón.
Yo le vi aún en una conferencia multitudinaria que pronuncio en el estadio de la Universidad en el verano del 69. En esa época aún deferida el ácido y la marginación. Luego pasó de todo y se metió a granjero, otra víctima del subconsciente pionero que pervive en un trasfondo de muchos americanos.
A mí, que quien realmente me gusta es Proust, ¿cómo va a gustarme Kerouac? Ni me interesa lo que cuenta, porque es sórdido, ni cómo lo cuenta, porque es abrupto y desaliñado. Está claro que el estilo de Proust va mejor al tipo de refinados sentimientos que preocupaban a gentes como él, y que estas sutilezas no existen ya en la gente de ahora ¿Se puede contar la tristeza de la morfinomana mexicana y prostituta con el estilo elegante y cadencioso de Los placeres y los días? No. ¿Se puede narrar algo que no sea sórdido y brutal? Sí, pero a una minoría. No me interesa el tema ni el estilo de Kerouac; menos lo segundo que lo primero. Flaubert tomó el caso banal de un ayudante de su padre para demostrarse a sí mismo que un tema, que no le gustaba y le parecía sórdido, podía narrarse en estilo elegante hasta conseguir belleza, como Baudelaire con sus Flores del mal. ¿Por qué no es posible hacerlo ahora?
La voz de Kerouac es un eco de Joyce, pero un eco descafeinado, de From drains, clefts, cesspoots, middens, arise on all sides stagnant fumes del Ulises, el tono baja a Pretty girls are dashing over gutters full of pods. La voz es perentoria, enérgica, pero abusa del juego consonarte en aliteración constante (como ésta), así: Never dreamed to redeem, o peor aún Warning efect and warm affect. Es un estilo entre telegrama y apóstrofe, «Breathless», «Á bout de souffle», que arrastra al lector y le lleva en volandas, lo cual no es nada fácil -véase Larva-y es un mérito que no le negare a Kerouac. Pero para eso prefiero tomorrow and tomorrow and tomorrow.
Where have all the flowers gone?, se preguntaba la canción de protesta en los años sesenta. Eso nos preguntamos todos veinte años después. De «hippies» hemos llegado a «yuppies», pasando por los «punks»: bandazos culturales en el mar revuelto de los países posindustriales. Nada se sedimenta. El entusiasmo «hippy» se marchitó porque chocaba frontalmente con el estilo de vida y los valores de la sociedad de consumo, del mismo modo que su exuberancia sensualista repugnaba al materialismo estajanovista soviético. Los «hippies» quedaron como una propuesta no realizada que sólo sirvió para suavizar en alguna manera las costumbres puritanas de la cultura industrial. El excederte de represión, innecesario en los opulentos sesenta, se redujo para pasar a una sociedad algo más permisiva, menos agresiva, un poquito más hedonista. Muy poca cosa comparada al proyecto global de los «hippies» que tenían propuestas alternativas en todos los aspectos, desde la forma de trabajo, hasta como hacer el amor, pasando por casa, comida, familia, religión, arte, filosofía. Todo se marchito a partir de los setenta, por presión de la sociedad, persecución del Gobierno, envejecimiento de los «drop-outs», fracaso de las comunas, comercialización y cansancio. No hay cosa más penosa que un «hippy» viejo. Pero creo que los problemas vitales y filosóficos planteados por la contracultura «hippy» seguirán vigentes durante décadas para los adolescentes de nuevas generaciones. Su rebelión fue un rechazo acompañado de alternativas positivas, cosa que no aportan los descontentos «punk», los apáticos pasotas, ni los integrados «yuppies». Los «hippies» son una protesta pendiente, no superada. Fueron años que marcaron a muchos. De mí se decir que sin ellos no hubiera quemado las naves para retirarme a Cinc Claus dedicado al sanguinario oficio de escritor. 
Ahora hay quien afirma que vuelven los años sesenta; la idea me parece tan hermosa que me resisto a creerlo. Quizá se está confundiendo la forma con el fondo, y quizá, por el vaivén generacional, lo que se aborrecía en los ochenta, se acepta con interés en los noventa Si es cierto que vuelven los sesenta y vuelven con todo eso que llevaban dentro, quizá estamos ante la posibilidad de una alternativa potente al árido y descorazonador proyecto de la modernidad.
Luis Racionero
Blanco y Negro, 3 de enero de 1993, pp. 4-7.


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