viernes, 29 de diciembre de 2017

Czeslaw Milosz: "El destino de la imaginación religiosa" (El País, 1 de abril de 1994)


El destino de la imaginación religiosa
¿Cómo descubrir lo que ocurre en las mentes de nuestros contemporáneos? Podemos conocer sus opiniones, sus convicciones, sus creencias, todo lo que comunican a través del lenguaje. Pero el lenguaje no es demasiado fiable, porque suele llevar retraso con respecto a las transmutaciones de la mentalidad que tienen lugar a un nivel más profundo: el de los ajustes no enteramente conscientes de la mente al mundo cambiante. Siempre me ha fascinado el destino de la religión en nuestro siglo, aunque mucho menos por lo que dicen los creyentes o los incrédulos y mucho más por lo que uno puede intuir detrás de sus declaraciones. Presupongo que todos nosotros, al vivir en la misma época, tenemos en nuestras cabezas un conjunto de imágenes del universo y del lugar del hombre en el mismo que nos podría dar una idea del funcionamiento de la imaginación religiosa ahora y en el pasado. La imaginación religiosa no puede ser hoy la que era en la época de Dante, pero también tiene que diferir de la de hace cien o doscientos años. Algunos signos externos apuntan a que existe una conciencia de este hecho, por ejemplo, cuando, al ir a misa, no esperamos escuchar un sermón sobre los sufrimientos de los condenados en el infierno, entre el fuego y el azufre, aunque en tiempos eso era lo que esperaba a los feligreses. Sin embargo, estos signos externos son pocos, y probablemente el lenguaje de los teólogos y los sacerdotes difiera algo de la imaginación no formulada de los fieles.
Tal vez el acceso a la imaginación religiosa del hombre moderno sólo sea posible indirectamente, a través de las formas cambiantes del lenguaje y también del arte y la música. Si suponemos que todas las creaciones de la mente humana en un periodo dado están unidas en una episteme (conocimiento) común, de forma que al mirar un cuadro o escuchar una composición musical podemos datarlo con bastante precisión, cualquier obra dada no es tanto una isla aislada como lo que parece. Al contrario, un vínculo subterráneo une, por ejemplo, la desesperada visión de la condición humana de Samuel Beckett y el fundamentalismo religioso de hoy, incluso aunque aparentemente no tengan nada en común.
De ahí el conocido fenómeno de sermones y escritos huecos, semejantes a cáscaras de las que la vida ha escapado. La revolución científica ha ido erosionando gradualmente la imaginación religiosa. Primero llegó el golpe copernicano, que derribó la posición central de la Tierra; Newton introdujo la idea de espacio y tiempo eternos, que se extendían de forma infinita; una nueva cosmología ha ido reemplazando victoriosamente a la antigua, basada en el lugar privilegiado del hombre que fue creado a la imagen de Dios y salvado por esa misma semejanza, es decir, a través de la Encarnación. De alguna forma, la nueva cosmología disolvió al hombre en la inmensidad de las galaxias, donde se convirtió en una simple mota que se atribuía arrogantemente un papel excepcional. Las ciencias de la vida demostraron ser aún más destructivas. Para Descartes, los animales eran máquinas vivas, con lo que se seguía manteniendo la barrera entre ellos y los humanos, dotados de un alma inmortal. Para derribar esa barrera se necesitaba la teoría de la evolución, y las Iglesias vieron venir el peligro inmediatamente. (Si nos creemos una anécdota, Darwin dudó si publicar o no El origen de las especies ante las súplicas de su devota esposa). Al difuminarse la diferencia entre las especies inferiores y el hombre, aparecieron graves cuestiones de orden moral. Si toda la vida está sometida a ciertas leyes, entre ellas la supervivencia del más fuerte, esas leyes también se aplican a la lucha entre hombres (o clases, o naciones), y las lágrimas de los moralistas o los humanitarios no sirven de nada. Es posible que el crimen del genocidio característico de nuestro siglo haya sido un efecto secundario del considerar al hombre como una entidad biológica no menos prescindible que los innumerables entes vivos desperdiciados cada segundo por la naturaleza. Por otra parte, algunas cuestiones nos han llevado en la dirección opuesta: si estamos tan estrechamente relacionados con los animales, que son de hecho nuestros hermanos, ¿no debería el hombre, en su protesta incansable contra el sufrimiento, en su lamento de Job, hablar también en nombre de todas las criaturas? Estas criaturas sufren, mueren, pero no reciben recompensa alguna.
¿Sería razonable imaginar que sólo el hombre la recibiría? El progreso de la ciencia ha creado una extraña dualidad en la educación de los jóvenes. En la escuela se les forma en el pensamiento empírico y reciben una visión más o menos coherente de un mundo gobernado por cadenas de causas y efectos materiales. Salen a la calle y se encuentran rodeados por productos de la tecnología que aplican los descubrimientos de la ciencia y confirman así la autoridad de los métodos científicos. Y, sin embargo, la mayoría de esos estudiantes pertenece, al menos formalmente, a confesiones religiosas, y tienen de alguna forma que armonizar dos proposiciones enfrentadas sobre la estructura de la realidad a no ser que opten por la forma científica -algo que ocurre con cada vez más frecuencia-. Algunos defensores de la religión entran en polémicas con los científicos y cuestionan sus teorías, por ejemplo, oponiéndose a la teoría de la evolución. Pero la línea general es diferente: oímos que la ciencia y la religión no pueden enfrentarse, porque la religión es una cuestión de fe, no de hechos.
Desgraciadamente, la necesidad de coherencia es una característica que nos es innata, y nos resulta difícil mover continuamente nuestros pensamientos por dos vías paralelas. Y, sin embargo, nadie se atrevería en la actualidad a anunciar el final de la religión, ni siquiera el final del cristianismo. Esas predicciones parecían plausibles en el siglo XIX, cuando el positivista Auguste Comte llegó incluso a poner los cimientos de una iglesia científica.
El número de personas que va a misa puede fluctuar, y va desde una cifra muy alta en países católicos como Polonia, Irlanda e Italia hasta una muy baja, como en la Francia católica o la Suecia protestante; pero las pérdidas en algunas zonas del globo se ven compensadas por el ardor de las nuevas congregaciones -en África, en Latinoamérica-. Los viajes del papa Juan Pablo II y las multitudes que atrae deberían suponer un motivo de reflexión para los escépticos. También conviene observar que en EE.UU., un país orientado tecnológicamente, la gran mayoría de la gente se considera religiosa -bien de orientación cristiana, judía, o con algún tipo de influencia oriental, en primer lugar la del budismo- El renacimiento de la Iglesia ortodoxa en Rusia, después de unas persecuciones que superaron en su crueldad a todo lo conocido en la historia del cristianismo, es otro signo de la permanencia de las necesidades humanas.
Evidentemente, el ataque de la ciencia contra la imaginación religiosa, aunque incuestionable, representa sólo un elemento del problema. Me parece que si comparamos nuestro pensamiento con el del siglo XVIII podemos encontrar algunos indicios que nos ayuden a evitar la simplificación. A ese siglo se le llamó el Siglo de la Razón, y se ha considerado que nuestra civilización científico-tecnológica se remontaba a las premisas básicas establecidas por los pensadores y científicos de aquella época. Podría parecer, sin embargo, que al valorar las costumbres de la gente que vivía en aquel entonces somos víctimas de nuestra propensión a proyectar nuestros propios hábitos sobre el pasado. Lo que nos debería sorprender de ese siglo es su optimismo, en contraste con el ambiente de pesimismo que reina en la actualidad, del que no siempre somos conscientes por lo mucho que invade nuestro pensamiento. La razón humana se enfrentaba entonces a la superabundancia de los fenómenos existentes con confianza en sus propias fuerzas ilimitadas, porque Dios le había asignado la tarea de descubrir las maravillas de su creación. En ese sentido, era el siglo de la Razón Devota. Isaac Newton era un hombre profundamente creyente. Linneo, el gran botánico sueco que inventó la clasificación de las especies, inicia su Systema Naturae con una cita de un salmo (en latín): "¡Oh, Yahveh! ¡Cuán diversas son tus obras! Con sabiduría hiciste todas ellas: la Tierra está llena de tus riquezas".
Hoy se tiende a acusar a los científicos del Siglo de la Razón de duplicidad, de utilizar su creencia en la deidad como una máscara para su filosofía básicamente materialista. Pero la atmósfera que impregna sus escritos y el estilo de las artes y la música de aquel periodo indican lo contrario. La noción que subyace tras todas sus creaciones es la del orden. Dios estableció las leyes inmutables de los movimientos de los planetas, del crecimiento de la vegetación, del funcionamiento del organismo animal, y la vida del hombre en la Tierra está providencialmente organizada de acuerdo con el ritmo universal. Algunas ideas, como la idea de los derechos inalienables de todo ser humano, parecen implicar una estabilidad bajo las formas cambiantes de la existencia social. La episteme del siglo XVIII, centrada en el orden, encuentra su mejor expresión en la música. Creo que la música más grande se acaba alrededor de 1800. Los que no estén de acuerdo tendrán que reconocer en cualquier caso que alrededor de esa fecha la música toma un nuevo rumbo. No olvidemos que el siglo XVIII trajo en varios países movimientos pietistas y una búsqueda espiritual a través de las logias masónicas, algunas de las cuales se constituían como logias místicas. También fue la época de los escritores místicos: Claude de Saint-Martin, Swedenborg, William Blake.
¿Era que aún no se habían comprendido todas las implicaciones de la revolución científica? Es posible. Sea como fuere, al comparar nuestras vidas con las de nuestros antepasados podemos sacar una lección sobre la existencia simultánea de muchas tendencias e inclinaciones dentro de un determinado espacio de tiempo. El siglo siguiente, el XIX, exacerbó algunas de las tendencias de su predecesor y elaboró lo que podría llamarse una visión científica del mundo, muy distante en realidad de aquellas visiones armoniosas de los científicos anteriores. Esta visión, destructiva de los valores, llevaría a Friedrich Nietzsche a anunciar la llegada del nihilismo europeo, por lo cual no puede negársele un don de profecía. También hoy operan simultáneamente muchas corrientes, ascendentes y descendentes, y en algunos terrenos el impacto de la ciencia del siglo XIX ha alcanzado su apogeo, mientras que en otros parece retroceder. Cualquier crítico literario está familiarizado con las voces de desesperación, de irrisión, de insensatez universal, expresadas por poetas y novelistas. Son antiguos estudiantes que aprendieron a reflexionar sobre el mundo y la vida humana en los términos de la ciencia, que, sin embargo, no ofrece nada positivo en el reino de los valores. Los poetas eminentes de esta época son nihilistas que desesperan, que merecen tal vez admiración por su franqueza; por citar sólo a unos cuantos: Gottfried Benn, Samuel Beckett, Philip Larkin. La cifra, enigmáticamente elevada, de poetas y pintores que se hicieron marxistas es explicable por su búsqueda de significado, que encontraron a través de su fe en la salvación terrenal del comunismo: Paul Eluard, Pablo Neruda, Rafael Alberti, Pablo Picasso y muchos más.
A juzgar por la literatura y el arte, la existencia individual de un ser humano es considerada absurda y desprovista de toda justificación, porque la vida, de la que es parte, apareció sobre la Tierra no por el decreto de una divinidad, sino por pura casualidad. Ahora, tras la caída de la utopía comunista, podemos esperar una intensificación del ambiente de desesperación, unida a un consumismo rapaz. En una situación así, puede que la gente se vuelva hacia la religión, en primer lugar, porque busca un orden moral. En este aspecto, el cambio de énfasis en las enseñanzas de la Iglesia católica romana es muy significativo. Hace cien o doscientos años, el tema básico de los sermones era la salvación del alma; en las últimas décadas, se oye hablar cada vez más de la participación del hombre en la sociedad, frecuentemente hasta tal punto que el ardor del clero parece estar sobre todo dirigido a diferentes causas sociales, como la emancipación de los pobres, la independencia nacional u obsesivas campañas antiabortistas.
La religión, que tradicionalmente había tenido una dirección vertical, se hace horizontal, probablemente porque faltan las imágenes en las que se basaba la metafísica cristiana. Pero esa orientación horizontal hace frecuentemente que las palabras de los predicadores suenen huecas, porque son en demasiada medida activistas sociales como para dar la impresión de que también son hombres de contemplación y fe. La religión como institución social no equivale idénticamente a una vida espiritual más profunda y puede incluso prosperar durante un tiempo cuando falta esa vida. La cuestión básica a la que nos enfrentamos hoy es si hay signos que indiquen que la imaginación religiosa, devastada por el ataque de la ciencia del siglo XIX, puede resucitar.
Los cambios de mentalidad propios de un momento dado de la historia suelen ser lentos, e incluso ahora, justo al final del siglo, es difícil desenredar las múltiples tendencias entrecruzadas que frecuentemente se oponen entre sí.
Y, sin embargo, no estamos en el mismo punto que, por ejemplo, en 1900. Sería cauteloso en unirme a todos los que saludan a la nueva física como el inicio de una era de armonía recuperada, como en El tao de la física de Fritjof Capra (¿qué es, al fin y al cabo, el tao, sino un sentido del universo como armonía?). Sin embargo, me resulta más espectacular cuando en El azar y la necesidad, del bioquímico Jacques Monod, encuentro su desesperada afirmación sobre el camino de una sola dirección por el que nos lanza la ciencia: "Una vía que el cientificismo del siglo XIX consideraba que llevaba infaliblemente hacia lo alto, hacia una cima empírea de la humanidad, mientras que lo que hoy vemos abrirse ante nosotros es un abismo de oscuridad". Creo que Jacques Monod estaba escribiendo un canto fúnebre a actitudes pasadas, mientras que la ciencia está ahora de nuevo ante un espectáculo impresionante y milagroso de insospechada complejidad, y es la nueva física la responsable de este cambio de orientación. Después de todo, William Blake tenía razón cuando denunció el tiempo y el espacio absolutos de Newton, y habría saludado la relatividad de Einstein como un descubrimiento que liberaba al espíritu humano de las imágenes opresivas del vacío completamente objetivo y, por tanto, arrancado de la mente humana. El universo así concebido era para Blake "la tierra de Ulro", el reino de la Muerte, en el que todas las cosas son meros "espectros", muertos para la eternidad. La teoría de los cuantos, independientemente de las conclusiones sacadas de la misma, es antirreduccionista al devolver a la mente su papel de co-creadora en el tejido de la realidad. Esto favorece un cambio al pasar de despreciar al hombre como una mota insignificante en la inmensidad de las galaxias a considerarle de nuevo el actor principal en el drama universal -que es una visión propia de cualquier religión-.
Para un creyente como yo, la clave del misterio del universo es el misterio del hombre, y no al revés; o, más bien, cada parte del misterio es función de la otra. El entusiasmo de los científicos del siglo XIX que buscaban un orden objetivo parece hoy ingenuo, pero al final de nuestro siglo percibo algo como la renovación de un tono optimista. No habría que excluir de antemano una posibilidad: el que la ciencia se alejara del reduccionismo y materialidad cruda del cientificismo; pero esa situación no ayudará en absoluto a la imaginación religiosa. La ciencia puede explorar un mundo convertido de nuevo en milagroso, pero utilizar un lenguaje inaccesible para el público general y no traducible a ninguna visualización, mientras que en tiempos la ciencia era lo suficientemente potente como para atraer conversos a su mito. En un caso así, las diferentes confesiones religiosas se harán cada vez más horizontales, cautivas de hecho de los entornos locales, nacionales y sociales, y aliadas con fuerzas políticas. Me parece que el fundamentalismo de EEUU podría ser un ejemplo de una evolución así, y me temo que el catolicismo en Polonia, aunque diferente en muchos aspectos, tiene algunos componentes que anuncian un futuro similar. ¿O hay que mirar a Latinoamérica? ¿O al destino del sintoísmo como religión nacional en Japón?
Es más seguro no hacer predicciones. Mucho depende del número de pensadores religiosos serios que exista en cada país -y no reformadores sociales de ideas religiosas, que abundan en todas partes, sino de los que tratarían de enfrentarse a los enigmas básicos del ser en las condiciones actuales, cuando todas las premisas deben establecerse de nuevo-.

Czeslaw Milosz, El País, 1 de abril de 1994

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