viernes, 26 de mayo de 2017

Josep Pla: "La insatisfacción de la filosofía" (Destino, 30 de noviembre de 1946)


Josep Pla en Atenas, 1923.
Fundació Josep Pla, col. Ed. Destino
LA INSATISFACIÓN DE LA FILOSOFIA
Leo que el Santo Padre ha recibido en audiencia pública a ciento cincuenta filósofos de no sé cuántas naciones —debe tratarse sin duda del paquete filosófico del Congreso de Roma, y la noticia es realmente abrumadora. ¿Hay en el mundo ciento cincuenta filósofos? Profesores de filosofía hay muchos más, desde luego, ¿pero filósofos? Podría muy bien ser. Claro está, que las vicisitudes de la época, tan dolorosa, peligrosa y escuálida, hubieran metido en razón a algunos espíritus que vivían en la frivolidad a pesar de contener una auténtica profundidad filosófica. Si ello fuera cierto, nos encontraríamos ante casos de «conversión a la filosofía» lo cual sería una excelente noticia, una agradable noticia. No puede, me parece, explicarse el telegrama de Roma de otra manera. Ciento cincuenta filósofos son muchos filósofos para que su aparición pueda explicarse por razones de generación espontánea, estos hombres han debido de convertirse a la filosofía.
Habiendo sido desde mi adolescencia un badulaque de la filosofía y un admirador de los filósofos, he podido con este motivo presenciar el curioso fenómeno de ver cómo la gente de nuestra época se separaba y se desinteresaba de una manera deliberada y fría de las enseñanzas de los filósofos y de la filosofía. Al principio me pareció que una tal actitud tenía como causa la beocia del público y su habitual indiferencia y ceguera. Pero luego, centrando más las cosas, y siempre partiendo de la base de qué esas cosas no pueden tener interés más que para una minoría, para los pocos felices, para decirlo en inglés, me pareció que el despegue del mundo moderno hacia esas actividades respondía a una real insatisfacción —a una insatisfacción no por la filosofía misma porque la filosofía hace, pobrecita, lo que puede sino por sus habituales cultivadores profesionales o por los que escriben sobre ella, por los llamados filósofos— que los llamamos así por simple pereza mental, ya que han dejado de serlo, en el ánimo de las gentes, desde hace mucho tiempo. Y cuando traté de explicarme la causa de la insatisfacción que en el mundo de hoy producen los filósofos, me encontré con lo siguiente:
Un filósofo ha de ser un hombre que viva de acuerdo con lo que predica. La importancia de un filósofo proviene del hecho de estar si no en la verdad misma, al menos en los alrededores de la verdad. Esa es la raíz de la grandeza del filosofar y de la importancia que esa actividad confiere al que la cultiva. En virtud de la situación que el filósofo tiene por su lacerante, penosa y peligrosa obsesión, se considera de la mayor elegancia que el filósofo increpe a sus semejantes, que les eche en cara su ignorancia y su grosería, que haga y deshaga a su arbitrio —que no es, desde luego, tal arbitrio, porque estando el filósofo en la verdad o en sus aledaños, no puede haber en su tarea más que una escasísima cantidad de capricho. Yo les aseguro a ustedes que es infinitamente agradable verse tratado de ignorante y de asno por un filósofo auténtico. Eso forma parte del grupo de sensaciones más agradables que se pueden percibir en la vida. ¿Se imaginan ustedes el placer que debieron sentir, la norma que debieron aprender los que tuvieron el honor de ser arremetidos por un Sócrates, o por un Platón, por San Agustín o por Santo Tomás, por Llull o por Spinoza? Esos hombres podían hacerlo, estaba en la naturaleza de las cosas el que lo hicieran y que lo hicieran con la mayor claridad y rudeza posible. En esa rudeza estaba la elegancia de la filosofía. La brutalidad dialéctica de Sócrates contra Protágoras, el sofista, tiene una elegancia que no será jamás superada ni por los poetas, ni por los sastres, ni por las señoritas. Sin esa fascinación que la luz de la verdad o de sus alrededores, a través de un ser humano, produce en las gentes, no puede haber filosofa. Podrán existir profesores de filosofía dedicados, cobrando su nómina puntualmente, a promover entre la juventud el horror de la filosofía. Pero filósofos y filosofía no podrá haberlos. La filosofía es la verdad —o más o menos— aderezada fascinadoramente. Esa fascinación la alcanza el filósofo solamente cuando vive de acuerdo con sus increpaciones, con sus arremetidas, con lo que predica y cuando predica las formas de su vida. Si no hay esa unidad elemental y previa, el filósofo se convierte en un ser humano cualquiera, en uno cualquiera de nosotros, pobres seres débiles, groseros contradictorios y desprovistos de trascendencia.
Puede darse el caso de un filósofo que no tenga nada que predicar por su cuenta y se limite a repetir —el caso es frecuente— lo que los demás han dicho. No vayan ustedes a creer que yo me empeñe en pedir coherencia, si no puede haberla por falta de uno de los elementos. En ese caso, el filósofo ha de actuar de acuerdo con lo que de los demás predica. Si Santo Tomás predica la prudencia y somos tomistas lo más natural es que seamos prudentes. Si Kant nos propone vivir de acuerdo con la música de las esferas y nos llamamos kantianos o neo-kantianos, no sería razonable que nos afiliáramos a la filosofía que defiende el casino político de la acera de enfrente. Uno puede, pues, predicar la filosofía propia o la filosofía ajena. En definitiva, eso importa poco. Lo que conviene es que en todo caso —y de ello depende la grandeza del filósofo y la fascinación de la filosofía— se produzca una coherencia entre la conducta y lo que se postula o predica.
Esa es la idea que la cultura nos ha dado de los filósofos antiguos, lo que nuestra memoria contiene sobre ellos, y esa noción parece indestructible. Esos filósofos mantienen una perenne actualidad porque en ellos sospechamos la coherencia a que aludíamos. ¿Que ello es una venerable antigualla inservible? ¿Que todo eso puede estar absolutamente pasado de moda y que en la actualidad se entienden las cosas de otra manera? ¿Qué debería hacerse todo lo posible para colocar las cosas sobre otro plano que permitiera al filósofo predicar, de un lado, los más excelentes principios de la moralidad y de la elegante convivencia, y de otro, matar a su madre si ello se terciare y le conviniere, por la razón que fuere? Todo ello podría estar en el ánimo de muchas personas. Podrá ser la tendencia de los filósofos modernos. Podrá ser incluso, dentro de unos años la realidad pura y simple. No lo niego. Pero por el momento no estamos todavía en ello. Al contrario. El desvío que la gente siente por estas cosas, la insatisfacción que ante ellas percibe, es la constatación de una falta de paralelismo entre la conducta y los principios. Nuestra época —salvo todas las excepciones que ustedes digan y más de las que ustedes pueden decir— habrá visto esta cosa terrible: el desplazamiento del arte de juglería de sus posiciones tradicionales al campo de la filosofía. Existe la fundada impresión de que las zonas de reclutamiento del juglar —el arte, la poesía la curiosidad, el diletantismo— se han consideradamente reducido y que, en cambio, el oficio de filosofar ha dado bufones, aduladores, enanos y charlatanes grandísimos. Los ha dado también en número considerable, el eruditismo. ¿Causa de ese desplazamiento? ¿Sera por la dureza de las condiciones de la vida? ¿Será que los filósofos de hoy consideran que la primera base de la filosofía es tener lo que se llama las entradas decentes? Repito: no lo sé. Pero los hechos me parecen indiscutibles. Me parecen además, típicos del momento presente, y por eso son dignos de ser recogidos.
Es de suponer que algún día podremos leer las actas del Congreso último de filosofía. Estas actas interesan desde un punto de vista, o sea para ver los progresos que se han hecho en los últimos años en la técnica de disociar lo que se predica y lo que se hace. Toda la corriente filosófica moderna tiene ese sentido. No tiene otro problema. No puede, quizá, tener otro. Yo sospecho que los progresos realizados, sobre todo en algunos países, han sido inmensos.
José Pla.
Destino (Calendario sin fechas). 
Año X, nº 489 (30 de noviembre de 1946)

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