lunes, 22 de mayo de 2017

"En la Cataluña de los 40" (I) por Dionisio Ridruejo (Destino, 26 mayo 1973)



[V. "En la Cataluña de los 40" [2.], [3.] y [4.]]

Con un amigo, en Llavaneras
Juan Ramón Masoliver no dejará un epistolario muy explícito. Sus cartas suelen ser breves, con poca confidencia y ninguna digresión. Va derecho al asunto que las inspira. De esta clase era la que recibí en Ronda el 4 de febrero de 1943. Tocaba dos puntos: la imposibilidad, nada voluntaria, de publicar un libro mío y la cordial invitación para que me trasladara a Cataluña, si me parecía que allá iba a estar mejor, ofreciéndome su casa de Vallensana, o bien una que, equipada y vacía, tenía en San Andrés de Llavaneras, con el mar a la vista, su amigo Francisco Pujol Mas. A final de febrero me insistía de nuevo en el ofrecimiento. Sin duda yo le habla escrito entretanto diciéndole que preferiría la costa en caso de decidirme. Apenas conocía a Pujol. Sabía que Masoliver lo había encontrado en San Sebastián durante la guerra y le habla hecho allí y en Barcelona un sinnúmero de favores, como era sólito que Masoliver los hiciera a diestra y siniestra, sin calcular su valor ni imaginar que pudieran tener precio. Pujol, que era un personaje extraño, calculador pero también afectivo, consideró que debía, a su vez, ayudar al amigo literato a hacer algo que le gustase y se asoció con él para fundar la Editorial Yunque, que Masoliver dirigiría. Fue la editorial que publicó —en una edición rigurosamente impar— mi «Primer libro de amor». Estaba yo descansando en el sanatorio del Brull —dos meses antes de concluir la guerra— cuando entregué los originales, que la secretaria de Juan Ramón (Carmen Ortueta, casada luego con Xavier de Salas) iba poniendo a máquina. Como los originales eran autógrafos y yo soy un mal corrector de pruebas, la preciosidad del libro —que se fecha en el 39— quedaría un poco malograda por las erratas. En todo caso esa fue la ocasión de que yo medio conociese a Pujol e hiciera alguna amistad con él. Yunque, por otra parte, empezó con mal pie, pues su primer libro fue el notable «Tras las águilas del César», de Luys de Santa Marina (un libro donde el estilismo más apurado servía al tremendismo más crudo, lo que le sitúa como antecedente precioso de un ciclo que había de venir más tarde), pero la censura recogió el libro porque se pensó que ni los legionarios ni los moros querían verse en aquel espejo veraz y resaltante. En cambio, tuvo éxito y queda para la historia de nuestra poesía la cuidada y económica colección «Poesía en la mano», donde Masoliver intercaló una serie de textos bilingües de poesía europea, poco o nada conocidos en España. En la época de que estoy hablando. Masoliver se había arreglado con Pujol —poco aficionado a perder dinero— para comprarle su parte. Pero no consiguió remontar la editorial, si bien, incapaz de desánimo, se dedicó pronto a una nueva empresa: la edición de una revista —«Entregas de Poesía»— cuya colección constituye hoy una joya bibliográfica, pues nunca existió otra mejor cuidada en el país. Pero no hay que anticiparse.
Yo seguí en Ronda —irresoluto— hasta el mes de mayo. Entonces alguien —no recuerdo quién— consiguió el «placet» gubernativo para mi cambio de residencia. Día más o menos, llegaba a Llavaneras sobre el 20. La casa prometida no estaba del todo a punto y faltaba, además, una mujer que la cuidase. Entretanto me dieron alojamiento los suegros de Pujol, que vivían en la «torre» de al lado, limpia y sencilla, con su poco de jardín, su bosque de pinos y una al be rea que servía para bañarse. Era en la parte alta y se dominaban abiertamente el mar y el pueblo. La pareja de viejos era acogedora. Ella, grande y erguida, llevaba la batuta. Tenía gusto por la buena cocina del país, las habitas rehogadas, el pollo en «xanfaina», los arroces, la «carn d'olla», la «butifarra amb mongetes». Aunque era diligente se quedaba con frecuencia estática o adormilada como si siempre estuviera haciendo la digestión. Pero también debía tener sus «prontos». Él era una malva, cansado de la brega, algo encogido, bondadoso y reminiscente. A aquella pareja le guardo cariño. Especialmente al señor Teruel, que me contaba la guerra de Cuba —contra los mosquitos o contra los mambises— con una simplicidad muy gráfica. Era patética la historia de la repatriación. Volvían hacinados los pobres soldaditos, en un barco de hierro, atacados muchos de ellos por la fiebre maligna. Cada día había que echar al agua algunos muertos y así el barco iba seguido de una estela de tiburones voraces. Al cabo de los años el señor Teruel montó en Barcelona una pequeña fundición, se dedicó a la compraventa de chatarra y tuvo la satisfacción de conseguir para su desguace aquel mismo barco de la muerte que le habla devuelto vivo de su involuntaria aventura antillana. Contando esas cosas el señor Teruel era un épico de los buenos —de los de la raza de Per Abat—, que saben que los hechos fuertes no necesitan adorno retórico. Su habla era insegura porque su cortesía con el huésped castellano le «obligaba» a usar una lengua que no le era propia; pero, además, era frecuente que se comiese la primera sílaba de algunos sustantivos usados con pronombre. Masoliver, que estaba en la «torre» a cada paso, sostenía que ese vicio era típicamente morisco. Lo fuera o no lo fuera, apenas Masoliver había hecho la observación cuando entró el señor Teruel donde estábamos y, de un tirón, habló de un cerrojo y una falleba llamándolos sin vacilación «el rojo» y «la lleva».
Mientras se encontraba una mujer para el servicio yo solía, para no molestar a los viejos, irme a trabajar a «mi» casa, que en rigor no era propiedad de Pujol sino del periodista Penella de Silva, que andaba por América y se había dejado allí sus muebles y parte de sus libros. Pujol la tenía como en prenda y disponía de ella libremente. Apareció, por fin, la sirvienta pedida, una extremeña tremenda que inició la escalada de la sisa, primero con cautela y luego vertiginosamente, hasta el punto de que la nueva instalación me salía más cara que el hotel Victoria. A los pocos días Masoliver se venía conmigo trayendo un maletón de libros y un rimero de carpetas de prensa. Se disponía a escribir un libro. Yo también. Yo escribía en un despacho pequeño de la planta baja, él en un cuarto de la alta y los dos nos atábamos a la máquina (es la única época de mi vida que he intentado escribir con ese demonio) nuestras seis u ocho horas al día. El proyecto de Masoliver era sumamente interesante, aunque nada sencillo. Trataba de escribir una verdadera historia de las complejas y sucesivas situaciones históricas del Golfo Pérsico y del mar del Bósforo, y ello de manera que el libro pareciese la crónica periodística de un episodio de la segunda guerra mundial: él envió de un barco turco de abastecimiento que los judíos orientales destinaban a sus correligionarios de Grecia y que, sorteando el bloqueo alemán y con el timón roto, iba pasando por todos los ángulos, entrantes e islas de la zona, antes de llegar a su destino con una carga que, al final, resultaba un montón de nueces rancias y de higos secos medio podridos. Naturalmente, en el relato iban interviniendo recuerdos de la Grecia clásica y la Persia de Ciro; de Bizancio y el imperio sasánida, de la ortodoxia y el Islam, de las cruzadas y los almogávares, de los búlgaros invasores y los cristianos sirios, custodios de la cultura antigua; de los turcos y los griegos modernos y de sus largos siglos de contenciosa convivencia Fantasmas de flotas hundidas dos mil años atrás acompañaban a la nave sin rumbo. La isla de los Perros aullaba a su paso. Submarinos y motoras con torpedos la acechaban por todas partes. Masoliver no llegó a escribir más que un primer capítulo prologal. Pero su aversión a la obviedad y a la explicitud fácil convertían aquella prosa, trabajada y bastante noble, en una especie de sinfonía verbal casi ininteligible, de tal manera era todo —en tomo al relato central— tácita y alusiva erudición. Era necesario que volviera a escribirlo, poniendo las claves más en claro y las historias menos en sobreentendido. Y ello le desanimó. Su imaginación navegaba ya por otros mares. Tampoco —esta es la verdad— saqué yo mucho fruto de mi trabajo, que era una especie de extraña novela épica situada en una Nowgorod transformada en fantasma.
Por otra parte, hablábamos. De cómo era Masoliver no necesitan los lectores de DESTINO que yo les hable. Por otra parte, no hace mucho se publicó en estas páginas el breve retrato que escribí de él en mi «Diario de una tregua», que empieza un año más tarde de las fechas a que me vengo refiriendo. Ya dije que mis conversaciones con Masoliver fueron casi siempre tan amistosas como polémicas. De los temas de que más frecuentemente hablábamos —aparte las conversaciones de distensión que con él son siempre divertidas, sin más escollo que el de la embarullada celeridad de su locución— uno era polémico por esencia: la guerra mundial, todavía sin resolver, y sus implicaciones ideológicas. Los otros eran más apacibles: la poesía y la historia. Son los tres temas que mejor recuerdo, porque son los que —en mis balances— acusan una mayor influencia del espíritu de este amigo ilustrado y despilfarrador. Creo que en mi dedicación preferente a las lecturas históricas —y filosóficas—, en los nutritivos años que siguieron, tuvo buena parte la mucha afición y el considerable conocimiento que sobre la materia tenía mi interlocutor más frecuente. También de poesía aprendí mucho con él. Masoliver había sido amigo de su tocayo, el Juan Ramón lírico, y había vivido en Rapallo con uno de los poetas más interesantes (y sobre todo, con uno de los críticos de poesía más agudos) del siglo: el americano Pound, de cuyos «Cantos pisanos» tenía Masoliver uno de los pocos ejemplares leídos que habla entonces en España. Mis lagunas en poesía francesa no eran enormes. En la italiana eran considerables. En la provenzal casi completas. En la inglesa y la alemana vastísimas. Masoliver sabía y entendía y si yo no he sacado más provecho de los muchos horizontes que él comenzó a abrirme en aquel tiempo sólo es mía la culpa. Pero, naturalmente, el martilleo más duro se instalaba en el campo de la política. Yo era entonces un «desenganchado», pero no un «converso». Por el contrario, mí desenganche era el de un «puro» de la revolución nacional-sindicalista y ello llevaba consigo el otorgamiento de un crédito a la «Joven Europa», que, en aquellos meses, se estaba llevando ya la tempestad, Masoliver no había simpatizado nunca con el fascismo, salvo, quizás, en el momento de su primerísima hora italiana, él, casi adolescente, escribía, en «El Sol». Era tradicionalista, monárquico y liberal a la inglesa, aunque quizá poco demócrata. En la conmoción española tomó partido, pero el hecho de que prefiriese calarse la boina roja en v es de ponerse la camisa azul —no doctrinariamente tradicionalista— era un dato bastante significativo. Yo le había conocido de la mano de Eugenio Montes; amigo y buen amigo de los dos, que ha dado hablando dimensiones intelectuales y literarias más ricas que escribiendo, como el mismo Masoliver, y que instalaba sobre un fino escepticismo confidencial sus concesiones estéticas al doctrinario que se le iba por la pluma. Los tres nos encontramos en Salamanca como miembros de una comisión que debía poner «en prosa» unos estatutos escritos en jerga por el ingeniero González Bueno y otros miembros del secretariado del nuevo falangismo con etcéteras. Montes dejó en aquel texto alguna frase lapidaria. Masoliver no se ocupó mucho del asunto. Algo más tarde vino —con su secretaria Carmen Ortueta— a aumentar el cupo relevante de catalanes que se ocupaban en los servicios de propaganda que yo dirigía. Ya entonces discutíamos. A pesar de lo cual —o a causa de ello— le envié de delegado a Barcelona, puesto en él que no duró mucho tiempo. Me perece que aún no mediaba el año 40 cuando emprendió el vuelo y volvió a su trabajo de corresponsal de prensa para «La Vanguardia». Anduvo por el Oriente Medio, por Grecia, por los Balcanes, por la Europa central y volvió con una imagen desastrosa de la experiencia nazi. Fue la de su regreso, la época de su mayor participación en la revista DESTINO, cuya curiosa peripecia suelo yo resumiría en una especie de chiste. Iniciada como publicación falangista (con Ignacio Agustí a la cabeza), DESTINO fue introducido en los hogares catalanes, como si dijéramos, con las bayonetas. Pero, de pronto, cuando los suscrito res de compromiso se decidieron a leerla se llevaron la gran sorpresa: «Coi, però si aquesta es roba nostra!». DESTINO pasó pronto a ser empresa privada —yo mismo favorecí la conversión— y adquirió una fisonomía liberal, aliadófila y moderadamente catalanista. Tanto que no dejó de acusarse el despecho oficial y alguna vez llegó a ser tarto su local por los jóvenes de la ortodoxia. Así lo encontré a mí llegada a Barcelona, cuando la gente pasaba por alto el editorial de trámite y leía preferentemente, a los dos colaboradores que te daban el tono: el liberal laico Pla y el liberal papista Brunet. Entre los otros colaboradores —Nadal, Vergés, Masoliver, Teixidor— no faltaba siquiera un republicano notable con pseudónimo: el agudísimo y recientemente desaparecido Antonio Espina.
Sobre la materia de la guerra y de su desenlace, discutimos Masoliver y yo durante algunos años. El llevaba las de ganar: su información era completísima y de primera mano. Mi obstinación estaba, sobre todo, apoyada en el amor propio y en esa inclinación a la fidelidad a la que algunos españoles son proclives especialmente «cuando llegan las de perder». Y entonces ya llegado. Cuando en 1949 nos encontramos los dos nuevamente en Italia, las discusiones sobre esas materias habían terminado. Estábamos de acuerdo, aunque cada uno a su manera.
Pero el relato se prolonga casi sin empezar. Lo que Masoliver fue para mí en el ámbito específico de la Cataluña de loa 40 quedó anunciado desde el principio y rebasa el cuadro de lo que su compañía fue para mi pequeña biografía intelectual. Fue mi introductor. Iré contando, sin mayores prisas que las exigidas por el papel, los espacios barceloneses por donde fui pasando, unas veces de su mano, otras suelto y por mi propia cuenta.

Destino, Año XXXV, No. 1860 (26 mayo 1973), pp. 47-48.

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