viernes, 21 de abril de 2017

Ignacio Peyró entrevista Enrique Andrés Ruiz (La Gaceta 16/01/2012)


Enrique Andrés Ruiz, escritor y crítico de arte
La llamada ‘cultura contemporánea’ es una totalización ideológica
Ignacio Peyró. Madrid Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961), que publicó el año pasado la “ronda de historias” de Los montes antiguos, los collados eternos (Encuentro), edita ahora en Fondo de Cultura Económica Las dos hermanas, una antología de la poesía española e hispanoamericana del sigloXX sobre pintura. El autor ha querido hablar con La Gaceta acerca de la relación de ambas artes a través del prisma de su antología.
-En alguna ocasión, se ha señalado que el viejo oficio de pintor ha dado paso al oficio inconcreto de “artista”.
-Bueno, la idea inicial que yo mismo, en la introducción a esta antología, he esbozado, es que no podemos hablar hoy por las buenas de la subsistencia de la vieja hermandad entre poesía y pintura, por la sencilla razón de que ya “no hay” (institucionalmente, me refiero) pintura o escultura o dibujo, sino el dominio absoluto de una totalización estética llamada “arte contemporáneo”, construida precisamente sobre la abolición o la ruina de aquellas viejas prácticas artísticas concretas. Este arte expandido es, así pues, producto más bien de la estética y sus reflexiones; por tanto, un postulado ideológico, más concretamente político, no una inocente evolución estilística como las de la historia del arte. A eso se debe que los propios términos “arte contemporáneo” o “cultura contemporánea” tengan enseguida ese característico aire connotativo, como una especie de contraseña, que sugiere enseguida el propósito de transformación radical que no ha sido posible en la realidad. Pero en fin, de todo esto, las instituciones culturales administradas por el progresismo radical son muy conscientes, pero las que están en manos conservadoras, incluso bancarias, no parecen darse cuenta ni le conceden demasiada importancia, como si fuera cosa neutral de nuestros tiempos.
-Además de Manuel Machado, que, según usted refiere, es “quien lleva más arriba la hermandad de la poesía y la pintura”, hay otros también egregios en este ámbito, de Alberti a Moreno Villa…
-Sí, sí, claro, está Moreno Villa, además de poeta, pintor, y crítico muy perspicaz. De Moreno Villa yo recuerdo con emoción la lectura de una indagación suya, por archivos y registros, de los datos biográficos reales de aquellos bufones y enanos de la Corte austriaca de tan inolvidable presencia en Velázquez. Es un librito muy olvidado que, sin embargo, dice mucho de aquellas sabandijas de palacio en cuyos ojos Velázquez –según decía Ramón Gaya– estaba viendo la mirada de Dios... Bueno, y luego está Alberti y su libro famoso, A la pintura, el libro sin duda de un pintor..., Unamuno y su Cristo de Velázquez (aunque esto es otra cosa y no es, exactamente la pintura lo que le importa a Unamuno) y está Eguren, quien también pintó, y Lorca y su Oda a Salvador Dalí, el propio Gaya, y muchos otros...
-La inclusión de algunos nombres –Pino, Bonet, Pujol– contentará a quienes siempre los han defendido, pero para muchos serán nuevos…
-Creo que sí, que puede haber nombres que quizá no resultaban previstos, pero ese es el único interés que puede tener una antología. En concreto, unos poemas de Caneja, o el de Carriedo sobre Caneja.  También están los poemas de Rafael Sánchez Mazas, que escribió mucho sobre pintura, hasta llegar a planear un libro, Tacto y geometría del arte de pintar, y fue presidente del patronato del Museo de Prado. Y hay unos poemas estupendos de Fina García Marruz o Eliseo Diego a partir de pinturas holandesas. Y hay cosas curiosas, por ejemplo un poema del ecuatoriano Jorge Carrera Andrade que viene a explicar la procedencia de aquella canción tan famosa que decía:
"Yo quiero que a mí me entierren
como a mis antepasados...”
-¿Es especialmente difícil hacer ese “donoso escrutinio” del antólogo en la poesía contemporánea?
-Por lo que respecta a los nombres más actuales, la pintura y las imágenes tuvieron mucha importancia para los poetas españoles de los setenta. Se trataba de poetas muy esteticistas, que muchas veces se fijaron en cuadros concretos de la historia del arte. Y sigue habiendo poetas cuya dedicación a la crítica o al comentario sobre pintura es de enorme relevancia, por ejemplo Juan Manuel Bonet, Sánchez Robayna o Luis Pérez Oramas... No creo que sea muy difícil. En realidad, lo único que cabría exigir a las antologías poéticas es que no incurrieran en la repetición de otras, que es lo que suelen hacer los profesores cuando se lanzan a la tarea; y pedirles sobre todo que les importe algo ese trabajo, que les concierna por algo más que por una exigencia académica o profesional.
-Un momento particularmente importante en la relación poesía-pintura parece ser el de los años setenta. ¿No hubo también una eclosión en la época de las vanguardias?
-En los años setenta, lo que hubo fue una radicalización estética y, por tanto, política del arte, las formas y maneras bajo las que hoy, ya codificadas, se presenta el arte contemporáneo proceden de entonces, y la asociación de vanguardia con transformación social, también. Por eso, datan de entonces muchas manifestaciones de lo que se llamó luego “arte expandido”, en las que las viejas disciplinas artesanales perdían sus fronteras específicas; es un momento de mucha poesía visual, más o menos trufada de conceptualismo, etc. Y naturalmente, muchas veces las artes plásticas se literaturizaron y la poesía se visualizó. Pero esto sería materia de otras antologías, que por lo demás ya están hechas, lo que he querido es algo más modesto: reunir un ramo de poemas sobre pintura, aquellos en los que la pintura y lo visual es el tema.
-¿Hasta qué punto cree usted que el testimonio de los poetas es útil en un momento en que apenas somos capaces de entender, de tolerar incluso, el legado recibido de belleza?
-Belleza, o la idea de belleza, no es algo, como decían mis viejos profesores, “pacífico en la doctrina”, y en realidad, la estética arranca de la cancelación de aquella noción metafísica y su diseminación o relativización en el gusto y el juicio modernos. Pero esto no puede invitar, como parece hacerlo tantas veces, a desgarrarse las vestiduras. San Agustín mismo tenía una idea muy concreta sobre la belleza en el sentido clásico (otra cosa es la hermosura o resplandor de lo real). Pero no hemos perdido la belleza o la verdad como se pierde un paraguas. Son palabras que el pensamiento conservador gusta de asociar a lo que llama valores, es decir, esas cosas que esa misma mentalidad coloca en el altar de los símbolos amados para que no entorpezcan las prácticas o los intereses reales, que son los verdaderos manaderos de la fealdad y la inhumanidad que exhibe nuestro mundo. En pocas palabras: un mundo de competitividad predatoria no puede ser hermoso, por mucho que creamos que la belleza perdida pertenece a nuestro orden simbólico.
-Afirma usted que esa hermandad entre poesía y pintura ha sido superada. Por otra parte, ¿no ha cambiado esa tradición que daba la primacía a la poesía?
-Bueno, lo que digo es que el pensamiento hoy dominante, cuya idea motriz es la progresividad histórica, la ha de dar por superada. Y así lo hace, aquellas dos viejas hermanas tenían sus talleres independientes como oficios independientes que eran. El arte total de hoy no es un oficio. Y luego tenían una intención común, que era la imitación de lo real, de lo creado, y en ese objetivo venían a confluir complementariamente. Esto tampoco puede existir hoy, porque el lema del nuevo arte totalizado es precisamente su pretensión creativa y creadora de lo real (la realidad como obra política), que no se reclina ante ninguna otra creación previa. En cuanto a la antigua primacía de la poesía, es verdad: poesía, en la idea de Aristóteles, frente a la historia, tenía que ver a fin de cuentas con un relato de sentido universal, general, mientras que la pintura siempre estuvo vinculada a la reproducción de las cosas efímeras de la realidad. Hoy, sin embargo, en el mundo-pantalla en que vivimos, las imágenes han destronado sin duda a la palabra, que era la fuente de una verdad que nuestro mundo seguramente juzga autoritaria, no producida, como la de hoy, por la política o por la cultura.
-Por último, un decurso. En ‘Los montes antiguos, los collados eternos’, ha puesto por escrito historias y memorias que de otra manera hubieran quedado sin decir...
-Esa fue desde luego la intención que guió la escritura de esa novela, aquella misma poesía, que en el sentido aristotélico decíamos que fundó la épica y la tragedia, también determinó una idea de la historia como narración del sentido, hasta llegar a la novela moderna, que por eso resulta tan histórica. En la literatura los héroes y los personajes siempre han hallado el destino (como decía Walter Benjamin), el éxito, es decir, la redención o significado que a cualquier vida real le niegan el infortunio y la muerte. Yo he querido recoger, ciñéndome a un trozo de una España ya desaparecida (mi vieja Soria natal, entre ciudad y campo), las historias sin redención literaria de muchas gentes, pero también los sueños de lo contrario, es decir, las esperanzas siempre fracasadas que toda aquella gente antigua tuvo de redención, de salvación, de gloria, de destino novelesco, de que su vida tuviera ese sentido imposible. Más que una novela es una ronda de historias, en el sentido antiguo.
La Gaceta. Lunes, 16 de enero de 2012.

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