domingo, 12 de marzo de 2017

Ortega y Gasset. Conversación con Miguel Pérez Ferrero para Radio San Sebastián en 1949 (publicado en ABC el 5 de mayo de 1973).


Ortega como Miguél Perez Ferrero antes de dar una conferencia
en Radio San Sebastián, en 1949.
UNA ENTREVISTA INÉDITA CON ORTEGA Y GASSET
Publicamos a continuación una entrevista inédita con don José Ortega y Gasset, realizada por el escritor Miguel Pérez Ferrero. Después de celebrado el primer curso del Instituto de Humanidades, el filósofo dio varias conferencias en Estados Unidos y Alemania. Poco antes del comienzo del segundo curso, hallándose Ortega en San Sebastián, fue realizada la entrevista para la radio local, filial entonces de la cadena S.E.R. La entrevista fue grabada en cinta magnetofónica para ser transmitida desde Madrid, pero el Ministerio de Información, regido en aquella época por el señor Arias Salgado, no autorizó su difusión. En las imágenes, Ortega y Gasset y Pérez Ferrero ante los micrófonos de Radio San Sebastián, y un fragmento del texto de la entrevista que Ortega y Gasset escribió de su puño y letra para leerlo a continuación.

ESTE año ha sido de gran actividad para usted: cursos en Madrid, viajes a Norteamérica y Alemania ¿Qué puede usted decirme sobre esa labor ya hecha y sobre la que proyecta usted para este año?
—En efecto, amigo Pérez Ferrero, desde el 1 de octubre pasado hasta esta hora en que le hablo yo le aseguro a usted que no he tenido un día de reposo. En aquella fecha comencé a escribir mi prospecto del Instituto de Humanidades, siguieron mi curso en el Círculo de la Unión Mercantil, mi participación intensa en los demás trabajos de aquél. Apenas concluyó su labor inicial el Instituto tuve que irme al fondo de América. Recorrí dos tercios de los Estados Unidos. De Nueva York volví a Lisboa, donde soy residente. Porque el hecho incontrovertible es que mi situación jurídico-administrativa se determina con rigurosa terminología oficial «residente en Lisboa» y por eso mi documento civil es una «célula de nacionalidad» expedida en el Consulado General de España en Lisboa, donde se me califica como vecino de aquella ciudad, en la que vegeto desde hace la broma de siete años. En otoño del pasado volví a reanudar por vía y en tono de ensayo mi actuación en España, a la que se oponen algunos grupos de compatriotas, muy interesados en conseguir mi definitiva extinción, porque saben que si yo logro, en efecto, y con carácter normal, volver a actuar en España, no podrán ellos seguir exudando impunemente sus congénitas estolideces. En este intento —conste que digo intento— de nueva actuación yo he puesto mi mejor voluntad como la puse en guardar silencio durante trece años, suspendiendo radicalmente no sólo mi vida pública, sino hasta el límite posible mi existencia privada, con todas las consecuencias, incluso materiales, que esto implica y que me abstengo de describir. En esta altura de la vida trece años de vida suspensa son un fuerte y grave bocado dado al tiempo, a mí tiempo que, como el de todos, tiene sus horas contadas. Pero sabía que empezaba —y no sólo para España— una época en que el más auténtico deber del hombre cuyo oficio y misión es decir, consiste precisamente en callar. Y por eso hoy, en todo el mundo, sólo se han salvado, sólo conservan intacta y saludable la raíz de su ser, aquellos intelectuales que han sabido exasperadamente cumplir con este deber de transitoria taciturnidad, que han acertado a silenciar y han demostrado que saben no existir. Y esto no sólo dentro de su patria, sino también —y muy especialmente— en los países, cuando centrifugados del propio, han tenido que vivir peregrinos y errabundos años y años. Pero ahora vuelve a ser debido hablar, decir, mover y conmover. Por tanto, si los grupos de compatriotas tan interesados en que no se oiga mi voz en España son lo bastante fuertes para conseguirlo, anuncio desde ahora que haré lo que he sabido —y bien duramente— no hacer en tan largo espacio de mi vida, a saber, irme fuera de España para, continuar mi labor. Porque hoy tengo obligaciones no sólo con nuestro pueblo particular, sino también con e1 gran pueblo a que todos últimamente pertenecemos, que nos lleva en sus brazos antes de que existiesen nuestras naciones singulares y al que damos el claro nombre de Europa —vocablo que acaso significa en su más vieja etimología— paisaje ancho y claro a la vista. Por cierto —y para decir algo que casi nadie conoce— haré notar cómo el primer hombre que ha empleado el término «los europeos» en el sentido que hoy sigue teniendo, por tanto, con conciencia de la amplia unidad y afinidad de pueblos que representa, es un cronista español del siglo VIII, como puede verse en la Monumenta Germaniae histórica, E. XI, p. 362, en la sección Auctores Antiguisimi.
— ¿Y cómo le ha ido a usted en esos dos viajes, tan recientes y anudado el uno en el otro? Porque ha debido ser para usted de gran emoción recibir sin intervalo el choque con el pueblo más pletórico y eufórico y demás esdrújulos que hoy existe —Estados Unidos— y luego el enfronte con el pueblo a estas horas más triturado y deprimido.
—Exactísimo lo que acaba usted de decir. La conmoción ha sido en mí enorme. Sólo dos cosas añado a sus palabras. Una, que esos dos pueblos colocados hoy en las dos situaciones humanas más opuestas —la máxima dicha y la máxima desdicha— tienen, sin embargo, una dimensión común, tan importante, tan decisiva que anula aquella diferencia de ventura al parecer tan ilimitada. Esa común dimensión es que ambos son los dos pueblos jóvenes entre los grandes pueblos actuales. Su juventud es distinta y con diversa cronología, porque Norteamérica es maravillosamente adolescente, mientras que los alemanes se hallan en los confines entre la juventud y la madurez. Tal vez la gran insensatez que han hecho estos años acelere su maduración. Su pasado error garantiza su acierto futuro. El caso es que ambos, de muy diverso modo, son dos pueblos magníficos cuya existencia nos asegura de que el inmediato porvenir histórico no va a ser estúpido, sino que va a merecer la pena vivirlo. Por cierto que cuando yo dije al tropel de periodistas americanos que fueron a verme a Aspen, en el Colorado, en un valle a 2.400 metros sobre el nivel del mar —exactamente la altitud de Peñalara en nuestra áspera sierra madrileña—, cuando les dije que me tranquilizaba ver cómo los norteamericanos no necesitan razones para vivir, sino que viven ex abundantia de vitalidad, porque poseen el divino tesoro de la adolescencia, no hubo modo de que aceptasen la palabra «adolescencia», que, por lo visto, tiene un sentido un poco despectivo en su lengua. Los periodistas americanos, como los españoles, le obligan a uno a decir lo que ellos quieren y no lo que uno piensa. Por fin, uno de ellos, que era alemán, propuso un armisticio y acordamos que, en vez de adolescencia, se diría early youth, primera juventud.
La otra cosa que, con respecto a mis dos viajes necesito decir, es que los periódicos españoles, por las razones que sean y acaso contra su voluntad, no han informado a sus lectores sobre lo que en uno y otro país me ha pasado y como eso que me ha pasado puede tener consecuencias de grandes dimensiones, necesito hoy hacerlo constar a aquellos compatriotas que siguen con algún interés mis andanzas, a fin de que se procuren información fuera de los periódicos.
— ¿Y para este año cuáles son sus proyectos? Esperamos el segundo curso del Instituto de Humanidades. ¿Cuál será el tema de las lecciones que piensa usted dar?
—El año pasado inicié, en efecto, el Instituto de Humanidades con gran ilusión. Debo decir que esta ilusión se refería exclusivamente a sus efectos en España. Por ello ha sido para mí la más pura sorpresa ver la repercusión que ha tenido este intento en todas partes, sobre todo en Norteamérica y en Alemania. Nuestro Instituto de Humanidades ha caído en gracia a los extranjeros. El hecho tiene sus causas, que no voy a enumerar ahora, pero que manifiestan, como pocos síntomas, cuál es el verdadero estado de espíritu que comienza a reinar en el mundo. Como se trataba de un nuevo ensayo y era de cariz muy diferente a lo que en los últimos años se ha hecho en la vida intelectual de nuestro país, quise hacer el ensayo a fondo, es decir, poniéndome libremente, por propio albedrío, todas las dificultades, desde exigir una matrícula de precio elevado y no contar con el apoyo de la Prensa, hasta elegir deliberadamente para mi curso personal el día más incómodo de toda la semana, porque sólo circulaban —no sé cuál es hoy el reglamento— más que los coches pequeños, los coches parvulares. Pero, sobre todo, quise eludir ocuparme en mi curso de todo tema que fuese verdaderamente atractivo y con sex-apeal. Por eso decidí hablar sobre el libro de Mr. Toynbee. Quería ver, con rigor de laboratorio, cuál era la espontanea, auténtica reacción de mis compatriotas a empresa y llamada semejantes. Quiero expresar aquí mi gratitud a éstos por la manera entusiasta y el ímpetu como torrencial con que respondieron. Me encontraba ante lo que yo llamo un «gesto saturado», y sólo creo en «gestos saturados» tanto en el trato con los varones como, y aún más, en el trato con la mujer. A los amigos de la mujer tal vez les exponga un día esta «teoría de los gestos saturados» que es, a mi juicio, el secreto de la acertada relación entro varón y hembra.
Pero este año, hecho ya el ensayo, no tengo por qué elegir sólo temas que yo llamaba en el prospecto «muestras sin valor», calificación que motivó aviesos comentarios —antes aún de empezar mi curso— y algunas majaderías por parte de una revista que escriben ciertos coleópteros uteranos de torsaurada inspiración, revista que se llama «Criterio», pero como se llama pelón al que no tiene pelo.
El 15 de octubre espero comenzar mi nuevo curso. El asunto es esta vez el más sugestivo que cabe porque me propongo levantar las faldas a todos los grandes problemas planteados hoy en el mundo, no hablando de ellos directamente y, por lo tanto, ingenuamente, sino hablando de sus genuinas raíces; por tanto, tomándolos por debajo de ellos y a esto llamo «levantarles las faldas». Se trata de un trabajo que me ocupa hace veinte años en que intento lo que nunca se ha intentado, a saber: atacar perentoriamente y sin escape, los fenómenos más elementales de la vida social humana, que siempre han llevado más o menos a su espalda los sociólogos y que mientras no se los vea con plena diafanidad y se los defina con rigor, no habrá modo de que la existencia colectiva entre en caminos claros y seguros. ¿Cómo puede marchar con claridad y seguridad ninguno de nuestros países cuando en ellos todo el mundo emplea a toda hora, sin tener la menor idea responsable de lo que significan los vocablos fundamentales que se refieren a la vida colectiva? Merced al análisis previo de aquellos fenómenos primarios que constituyen lo social, vamos, pues, a ver, en mi curso, paso a paso, con holgada evidencia, qué significan y son de modo preciso cosas como colectividad o individuo, sociedad, usos, desusos y abusos, horda, tribu, ciudad, pueblo, alma colectiva o lenguaje, opinión pública, poder público, Estado, derecho, ley, nación, ultranación, internación, etcétera. En fin, política, pues se da el escandaloso hecho de que mientras se ha estudiado —vanamente, claro está— cuál es la buena política frente a la mala, nadie se ha resuelto a preguntarse ¿qué es la política?, sea buena o sea mala, es decir, porque en el Universo existe esa realidad tan extraña, tan insatisfactoria más a lo que parece, tan inevitable que llamamos política.
Miguel PEREZ FERRERO, ABC, 5/5/1973, pp 144-145.

Ortega con Pérez Ferrero, Julio Caro Baroja, el doctor Bergareche y varios miembros de la
Sociedad Vascongada de Amigos del País después de la conferencia en Radio San Sebastián, en 1949

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