jueves, 2 de marzo de 2017

Homenaje de Xavier Zubiri a José Ortega y Gasset, a la hora de su muerte


ORTEGA
Tan sólo una vez en mi vida he tomado la pluma para escribir en periódicos; y fue precisamente para hablar de Ortega. Ahora, con el ánimo afligido y consternado, no acierto a hacerlo como fuera debido. Cuando, hace dos días, estreché por última vez su mano, un extraño sentimiento me invadió. Era difícil puntualizar lo que en él correspondía al cariño acendrado del amigo, a la gratitud hacia el maestro y a la admiración ante su imponente figura intelectual. Para mí se cifraba todo ello en una sola palabra: era don José. Por eso hoy, que se me pide un artículo, no tengo serenidad para escribirlo; lo único que me es dado hacer, es reproducir algo de lo que públicamente dije hace dos años, al cumplirse los setenta de esta vida tan ejemplarmente fecunda.
Conocí a Ortega en 1919, pocos años después de su regreso de Alemania, donde, apenas incipiente la fenomenología de Husserl, la filosofía se hallaba escindida entre un positivismo como el de Wundt, y el neokantismo, representado especialmente por Cohen, Natorp y Windelband.
Ortega vino de Alemania no con lo que muchos trajeron de allá —modas filosóficas—, sino, por lo pronto, con un gran acopio de ideas y libros filosóficos que generosa y pulcramente puso al alcance del público español, unas veces en traducciones, otras en comentarios personales. Esto sólo bastaría para hacerle acreedor a nuestra más profunda gratitud. Sin esta actuación de Ortega, no sabemos lo que hubiera sido de tantos españoles.
Pero no es esto ni lo único ni lo principal. Lo que Ortega trajo de Alemania fue su mente atenazada por problemas.
Estos problemas se centraban en aquel momento para Ortega en dos puntos que siempre le han producido estricto mal humor. Aristóteles nos dice, a veces, que la filosofía nace del asombro, y otras que brota de 1a melancolía. Para Ortega diríase que sus reflexiones nacieron del mal humor que le producían, por un lado, el yo absoluto del idealismo, y por otro, el imperio tiránico de la razón científica, sobre todo en su forma físico-matemática. Todavía hace pocos años le oí decir: “Me encanta molestar a la geometría”. Esta nota del mal humor no fue un mero azar sentimental para un hombre como Ortega, que precisamente iba a encontrarse con el fenómeno de la vida. Aquel mal humor era indicio de la grave inquietud intelectual que le producían las dos tesis citadas, precipitado último de toda la aventura filosófica de la mente humana a partir de Descartes. Ortega se vio así retrotraído al punto último y problemático en que Descartes apoya toda la filosofía: el yo que duda.
La actitud de Ortega ante este punto crucial de la filosofía viene determinada por el hecho de que para él la propia duda cartesiana no es sino un diálogo interno entre el yo que duda y el mundo de cosas en que aquel yo vive. Recordando la frase de Descartes, según la cual alguna vez en la vida hay que ponerlo todo en duda, podría decirse que Ortega la continuó diciendo: “Menos la vida misma.’ En la época en que Ortega comenzó a filosofar, la vida no era ciertamente un tema nuevo. Pero para esta filosofía de la vida (“Lebensphilosophie”) la vida era lo irracional al margen de la razón. La actitud filosófica de Ortega fue diametralmente opuesta. La vida, consiste, precisamente, en un drama, en una acción o diálogo del hombre con las cosas de su entorno. No existe, pues, el yo en y por sí mismo, sino un yo viviendo con las cosas. Yo soy—decía—yo y mi circunstancia. La vida es por esto la realidad radical para Ortega. Y esta acción dramática en que la vida consiste no es irracional: todo lo contrario, es la razón misma, la razón vital. La razón vital no es vida más razón, ni razón más vida, sino la vida misma como forma radical de la razón. Por esto, la filosofía de Ortega no es ni racionalismo sin vida ni vitalismo irracionalista.
En este bracear denodado con la verdad de la vida y de las cosas, Ortega nos enseñó, “in vivo”, la radicalidad con que han de librarse cara a la verdad, las grandes batallas de la filosofía. Es lo que perennemente nos une a su espíritu con plena admiración, profundo respeto o íntimo cariño. Otros salieron ciertamente de la inestable situación de la filosofía postcartesiana por otras rutas diferentes. Pero no es menos cierto que el vigor mental para recorrerlas se templó y puso en forma al calor de su ejemplar vida intelectual. Él mismo me lo decía, pasando un día ante una casa en construcción en la plaza de la Independencia: “Si usted y yo trabajáramos en esa casa, nos verían desde la calle en el alto de un andamio peleándonos por el Uno de Parménides.” Y así fue.
La figura, ya fijada, de este espíritu egregio y excepcional se agiganta hoy ante los ojos de quienes, con todo nuestro cariño entusiasta, le hemos visto desde su juventud, y queda asentada y firme por su propio peso, como un monumento de granito, para recuerdo y modelo imperecedero de lo que es una vida de meditador.
Para don José la hora de la meditación ha terminado. Se halla ya ante la nuda realidad. Que Dios le haya acogido en su seno mediante el amoroso abrazo de Su Verdad personal subsistente en Cristo.
X. ZUBIRI
ABC. 19 de octubre de 1955, pp 33-34.

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