martes, 28 de marzo de 2017

"De un olvidado lenguaje" de Juan Ramón Masoliver (La Vanguardia, 17/12/1958) [Recensión del libro de Juan Eduardo Cirlot "Diccionario de símbolos tradicionales"]


Juan Ramón Masoliver
DE UN OLVIDADO LENGUAJE
Los poetas, desde siempre; el surrealismo, de siete lustros acá; y la última consecuencia de este movimiento; el arte abstracto y su directa sucursal el informalista a la moda, coinciden todos en el culto a la metáfora, al puente entre lo inmediato y coherente y lo intuido y arbitrario. Y esos parentescos sugeridos por el dato sensorial, por el ritmo o la mera adivinación, tanto valor de costumbre tienen adquirido en Occidente, que los preceptistas creen haberlos reducido a sistema cerrado, y aún el lenguaje común adopta los que suscitaron grandes poetas y pintores. Al punto, que materias hay —díganlo los lugares comunes y las frases hechas— en que trabajo costaría volver las cosas a su natural y ordinario cauce. Pero ese mismo imperio de la metáfora, de la imagen que se explaya en todos los campos del humano acontecer, desde la religión a la publicidad, trae un cómo rebajarla a condición servil y de mala retórica: reduciéndola, esto es, a una mera substitución ornamental y didáctica de la realidad.
Bien se comprende que por este camino toda la aventura del arte de hoy quedaría en puro juego, encaje de bolillos o concurso de habilidad, donde en cambio ésta se nos antoja la expresión más fiel de nuestro mundo contemporáneo, angustiado, inseguro y a vueltas siempre con el misterio, con ese arcano que —como en la noche medieval— parece el sólo metro de nuestras horas. Arcano y misterio, incógnita si se prefiere, que no van explicados como concesión al obscurantismo, a lo mágico y sanalotodo al abandonarse cómodamente, en fin, a unas fuerzas ciegas; sino que en muchos casos otra cosa no es más que conciencia vaga de unos bienes perdidos, de unas facultades borradas en la memoria de los siglos. No de otro modo, los cuentos infantiles inconscientemente conservan factores que fueron operantes en el paleolítico, y los claustros románicos, además de su específica función, se distribuyen por modo coincidente con la imagen budista del alma y el cuerpo y en sus capiteles repiten —según el musicólogo Marius Schneider comprueba en el de San Cugat— una melodía que persiste en el animismo de los negros primitivos de nuestro tiempo.
Con ello hemos ido a parar al simbolismo, ese arte de pensar en imágenes que la gente occidental perdió con el abandono de las humanidades. Ese lenguaje cifrado en el parentesco de todo lo creado, lo espiritual como lo físico, el significado y la forma, lo material y lo sobrenatural, a fuer de reflejos de una misma perfección divina. Ese sustentáculo del pensar oriental, en la amplia gama que va de la astrología y el ocultismo a la mitología, a la escritura ideográfica, y a los emblemas y la heráldica adoptados por Occidente. Esa trabazón, en suma, que al romano Salustio movió a afirmar que el mundo es un objeto simbólico.
Esoteria, astrología y cábala en un tiempo, los excesos de la escuela de Frazer más tarde; más recientemente los progresos en el conocimiento del pensar y del arte primitivos, en la historia comparada de las religiones y, por modo especial, el avance de las ciencias psicológicas, desde Freud y Adler a la escuela de Carl Jung, han conseguido clarear el valor del símbolo como lenguaje universal, válido en los más distantes tiempos y las más insospechadas latitudes. Que, desde siempre, el símbolo haya sido usado en la enseñanza no es más que un reconocimiento implícito —involuntario, si se quiere— de la persistencia, la invariabilidad, el valor paradigmático de unos signos que, de una civilización en otra, vienen sirviendo como insustituibles puntos de referencia, como pastores en torno a los cuales se agrupan y cobijan, así un rebaño, los conocimientos. Hasta mediado el siglo XIX, hasta la secularización de la cultura, no otra significación tenía el saberse al dedillo la mitología, un dominio que nuestro siglo ha rebajado a meras substituciones, a un como invariable calificativo (por ejemplo, en las marcas comerciales), con olvido de que se trata de un verdadero lenguaje, con su sintaxis propia y sus mil posibilidades. Un lenguaje real, operante en todos nosotros allá mismo donde sus signos nos limitamos a tomarlos de la cultura circunstante, de la tolerada superstición, del mero hábito, sin entender que son las voces más antiguas que vengan del hombre. La serpiente, fuerza telúrica, símbolo de fertilidad y destrucción, y el árbol, eje de los tres mundos, símbolo de la inmortalidad, la sigma, movimiento, furia, y el anillo, el tiempo en eterno retorno; el humo, alma sublimada, y e1 barro, lo biológico y naciente con otros cien que cabría aducir, combinados en formas distintas por la naturaleza, el ocultismo o el arte han suscitado ese complicado lenguaje, ese apasionante saber de los siglos y de los mundos que, unos con su ciencia, otros con la intuición, interpretan para nuestro provecho.
Buena tarea ha emprendido, por tanto, tratadista tan embebido en el estudio y calificación de las formas y los ritmos, poeta tan dado a las exploraciones oníricas como Juan-Eduardo Cirlot, cuando se propone adentrarse en la significación de los símbolos y consigue obra tan amplia, sugerente y atractiva como el recio «Diccionario de símbolos tradicionales» que nos llega a la enseña del editor Miracle. Un diccionario por la alfabetización de voces, pero obra de instructiva y variadísima lectura, rica en sugerencias, repleta de clarificaciones, más que una mera obra de consulta. Bastante más, en suma, que un calepino para poetas y pintores y decoradores con ganas de rizar el rizo de las significaciones. Partiendo del método comparativo de Jung, y con el ambicioso empeño de corroborar la profundidad y verdad de las identificaciones entre símbolo y significado, luego de una paciente labor que colaciona las significaciones propuestas por psicoanálisis, antropología y folklore, alquimia y ocultismo, heráldica, emblemática y plástica, epigrafía, mitología y simbolismo tradicional, Cirlot formula con extensión variable los centenares de voces de su diccionario: de este grueso libro, muy dieciochesco, y apegado más al criterio de autoridades que al suyo propio, que es a la vez bestiario y examen de ingenios, «emblemata» y silva de varia lección, historia del arte y de las religiones, crítica y ensayo e interpretación. Un poderoso diccionario socorrido con profusión de láminas de certera elección y de grabados clarificadores. Y precedido por una extensa parte teórica —no menos de sesenta páginas en cuarto— que explica por menudo la presencia, el origen y la continuidad del símbolo, su esencia, su comprensión e interpretación; mientras cierran volumen una agotadora bibliografía y un índice de las voces explanadas. Aunque la impresión primera de quien se adentra por semejante selva raye en el desconcierto, justo es aseverar que Cirlot apunta aquí, como nadie, a deshacer los muchos nudos del arcano lenguaje de los símbolos. Y consigue devolvernos algo muy apegado e íntimo, que por próximo y sabido olvidamos con las centurias.
Juan Ramón Masoliver
La Vanguardia Española, 17 de diciembre de 1958, p. 13.

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