lunes, 13 de febrero de 2017

Domingo García-Sabell sobre la muerte (I)


Tratar sobre la muerte física, consciente y no accidental, desde los fenómenos que la acompañan (como el envejecimiento, la agonía o la enfermedad), es tratar a la muerte desde la decadencia y extinción inscrita en cada ser humano con su nacimiento. Así pensada, la muerte no se presentaría en el seno de una metafísica (pues, en rigor, no podemos saber que es la muerte –conocer su naturaleza-) sino a partir de un mayéutica de la conciencia sobre este límite y miseria última de un hombre destinado a convertirse materialmente, en más o menos tiempo, en un cadáver.

Pocos libros se escriben hoy, desde este punto de vista, sobre la muerte. En un Occidente medularmente utópico que rehúye de la crueldad y oscuridad inherente a la naturaleza -y no sólo de la exterior sino, ante todo, de la inscrita en el  interior humano- no es extraño que se trate de ocultar la inexorabilidad del fin de la vida física.

Uno de estos escasos libros, editado en 1999, fue
Paseata arredor da morte, del médico y pensador gallego Domingo García-Sabell (traducido al año siguiente al castellano bajo el título de Paseo alrededor de la muerte). Este texto, escrito ya desde la altura de los noventa años, sería la conclusión final que este autor realizaría de una larga reflexión sobre la muerte apoyada, especialmente, en su experiencia como médico. Los antecedentes a este texto cabría buscarlos en las conferencias pronunciadas por García Sabell, en noviembre de 1986, en la Fundación Juan March con el título de “Antropología de la muerte”, y en el artículo que, en la primavera de 1981, escribió en el segundo número de la revista Cuenta y Razón bajo el título de La muerte, hoy, y que, a continuación, presentamos aquí , en dos entradas. 


Clusone (Bergamo, Lombardia, Italia) - Oratorio dei Disciplini: Danza Macabra, Danza de la Muerte.
La muerte, hoy

Rodear la muerte

La muerte es impenetrable. Lo único que puede hacerse es rodearla. La muerte está en nosotros y está más allá de nosotros. Poseemos la muerte y ella nos posee. Imaginamos que ya la entendemos y ella, ligera, huye de nuestras pesquisas.

Nadie llegó a definirla. Y todos aspiran a formular en cuatro palabras el concepto riguroso que sea capaz de abarcarla, de atraparla, de encerrarla en el área de la inteligencia.

En nuestro tiempo, Heidegger afirmó: «La muerte es la posibilidad más personal que hay en nosotros, porque es la menos conmutable.» Así, yo tengo mi muerte, pero, cuando llega a plenitud, ya no la domino. Así, yo cambio y trastrueco todo con mi semejante, pero mi máxima pertenencia personal, mi muerte, no me es posible permutarla. He aquí la ambigüedad del morir, la equivocidad del fallecimiento.

La muerte es una presencia que es ausencia. Su realidad viene dada por el hueco que deja tras de sí cuando ya se ha cumplido. Es una realización que aboca a una no realización.

En el plano biológico constituye una regresión, un paso de lo complejo a lo simple. En el plano antropológico es la afirmación que niega a la perso­na. En el plano sociológico es una servidumbre que cumple eliminar cuanto antes. En el plano moral, una fuente constante de problematicidades. En el plano filosófico, una incómoda aporía.

Por cualquier lado que se le contemple, el paisaje resulta inevitablemente turbio, difuso y sin horizonte. La muerte no tiene forma concreta. Es pura dinamicidad. Es una fuerza. Una energía suave y cautelosa que constante­mente destruye, estropea, asfixia y aplasta.

Nos acercamos a ella con aprensión, con muchos miramientos, de vagar, pretendiendo siempre, sea como sea, sorprenderla en su más escondido secre­to, en su esencia, en su núcleo auténtico. Pero yo pienso que ese desidemtum anda mal dirigido. Lograr a estas alturas echarle la garra a la muerte y presentarla redonda en su íntima estructura es una ilusión. Una ilusión fantasmal que habría de llevarnos irremisiblemente al mundo de los fantas­mas. Si se quieren precisiones ciertas y cortantes sobre lo que la muerte es, no hay más que consultar algunos fundamentales, fecundos, libros en los que los hombres de espíritu alerta depositaron sus saberes, sus intuiciones y sus miedos. En ellos hay soluciones abundantes. Tantas como autores. Lo que sucede es que esas soluciones solamente sirven para quienes las formularon. A los demás, y a poco que en ellas se profundice, les sonarán a letra muerta, a melodía apagada. Pues esto es lo curioso: que cada cual, cuando se encara con la muerte en actitud indagadora, más que dar con aclaraciones, lo que procura es dar con defensas. Tener una idea clara sobre el tránsito mortal como realidad trascendente, construir un sistema que coloque a la muerte en su lugar específico, viene a ser un alivio para la angustia existencial de quien lo crea. Las doctrinas y los conjuntos de conceptos mejor o peor encadena­dos tienen en el fondo una misión terapéutica: la de curar al autor.

Objetivar la muerte, aunque sea a favor de expedientes poco satisfacto­rios, es un modo de echarle exorcismo. Un modo de exorcizar salutífero y tranquilizador.

Esto por lo que toca a la actividad de la razón especulativa. Pues hay otros terrenos en los que la maniobra rinde frutos valiosos. Me refiero al arte. (Y dejo de lado, pues es otra cuestión totalmente diferente, el rostro religioso del problema.) En la creación artística asistimos a otra categoría de enfrentamiento con la muerte. No encontramos ahora las elucubraciones de los filósofos ni las generalizaciones, casi siempre excesivas, de los científicos. (Y de esto hablaré algún día con ceñido rigor, pues es necesario y hasta urgente. Hay una demagogia científica que conviene eliminar cuanto antes.)

En el arte encontramos, en cambio, las suscitaciones de la sensibilidad profunda, los testimonios de energías superiores, las adivinaciones sutiles que de alguna manera ligan al hombre con las capas superiores de la reali­dad. La creación artística es un modo de visión de la muerte. (La creencia religiosa es un modo de penetración en la esencia de la muerte.) En uno y otro caso, la actividad asimiladora del espíritu humano, aunque trascen­diendo a ese espíritu, está al mismo tiempo enraizada en la corporalidad de la criatura, en sus órganos, en los rincones materiales, en sus células, en todo lo que es materia y materia sostenedora de las virtualidades supraorgánicas. De ahí las últimas incertidumbres.

Pero aun aquí, aun en estas razones —por lo demás, sumamente raras— en las que la muerte es como un contacto plenario con la vida, aun enton­ces, ese contacto es como si dijéramos indirecto, colateral, subordinado. Se toca a la muerte, pero a través de una frontera apenas vislumbrada. O dicho de otro modo: casi se anda a tientas con la muerte, mas en realidad lo que se lleva a cabo es una operación de rodeo. El lienzo magistral, la sin­fonía ilustre, el poema sublime son otros tantos merodeos por las murallas bien clausas de la anihilación humana. (La iluminación mística, el trance de fe son estados de porosidad anímica en los que se filtra el aliento extraño, inquietante e inefable de la muerte.)

La muerte es opaca. El hombre es translúcido. Y la leve luz que él irra­dia apenas sí sirve para alumbrar vagamente los primeros planos de la oscu­ridad tanátíca. ¿Cuál es entonces la metódica recomendable para inteligir, siquiera sea de un modo rudimentario, la realidad de la muerte? Pienso que sólo hay una: la de darle vueltas una y otra vez y sin desánimo ni cansancio al negro bulto del morir. Acogerse a todas las perspectivas. Subirse a todos los saberes que hoy tenemos y, desde ellos, ir cercando, ir limitando la enor­me incógnita. Jamás penetraremos desde el más acá en la heredad muda de la trasvida. Pero siempre será posible que una pizca de luz, que una chispa de nuestros conocimientos, nos acorte las distancias. La proximidad conceptual y experimental de la muerte no es la muerte misma. Sin duda. Pero es al menos un comienzo de comprensión. Todo lo relativo que se quie­ra, todo lo mínimo que se suponga más, con todo, algo ha de quedarnos en las manos cuando rematado el asedio miremos para el camino recorrido.

Nada, por tanto, de sistematizaciones. Nada, por tanto, de doctrinarismos. Nada, por tanto, de definiciones petulantes. Sólo un paseo. El tiempo de una larga paseata alrededor del gran misterio.

No voy a recorrerlo todo, ni mucho menos. Voy sencillamente a alindar alguna de las murallas. Voy a tratar de descubrir en esos muros alguna grieta, algún agujero que ahora comienza a practicarse en el duro elemento separa­dor de la vida y la muerte. Pues hoy los ojos, si no más perspicaces, son quizá más expertos y más abiertos.

Con todo esto es pensable la muerte. Pensar la muerte no equivale a en­tender la muerte. Equivale a delimitarla, a concretarla. A otorgarle perfil. Es lo que se viene haciendo a lo largo de siglos. Es la labor que seguirá, ya que no tiene final previsible.

Las páginas que siguen son en su medida también eso. Un intento de circunvalación concretadora a favor de ciertos fenómenos muy de nuestro tiempo. En último término, atisbos, sugerencias, sospechas y vagos presenti­mientos, esto es, intuiciones. Cualquier otra cosa sería pontificar en torno a la muerte. Y pontificar es cosa que jamás me ha interesado.

La muerte entre paréntesis

La mentalidad positiva de nuestro tiempo ha traído consigo no pocos cambios en el sistema de valores de la cultura de Occidente. Uno de ellos se cifra en el giro de la perspectiva desde la que se contempló casi siempre el hecho de morir.

Hasta hace poco, la muerte era algo bien discernible, fácilmente entendible y desde luego cómodamente objetivable. Quiero decir con esto que el morir, el hecho del tránsito, constituía una realidad ciertamente concreta. Se moría en determinado momento, con toda claridad y sin posibles dudas.

Morir era un acto, algo que acontecía por la dinámica inevitable del proceso morboso. Y este acto tenía lugar en un determinado, en un bien perfila­do, sector del tiempo. La muerte, pues, era algo puntual, esto es, algo que surgía en el punto y hora precisos, y generalmente con bastante rapidez. El arte médico entonces se tenía a sí mismo por incapaz y, al inhibirse, de­jaba que las energías tanáticas desplegaran toda su anihilante eficacia. Entre morir y vivir, la zona de tránsito apenas tenía importancia, y mucho menos significación alguna, si descontamos el tiempo necesario para dedicarlo a la buena preparación ritual frente al inminente fallecimiento. Así era, a buen seguro, la que yo llamo muerte antigua, la muerte de nuestros antepasados, la muerte realizada a lo largo de la historia. Lo cual, evidentemente, no tiene que ver con el hecho de que se diesen, como no podía por menos de ser, muertes lentas, muertes lentísimas, en las que la dolencia roía inmisericorde y con toda parsimonia en la carne entregada del sufridor. Pero aun en esos casos, la realidad del morir, la evidencia del fallecimiento, no alcanzaba la permanencia, la estabilidad necesaria para hacer de ella un problema inquie­tante.

Las cosas han cambiado. Al socaire de los avances técnicos, en verdad apabullantes y casi increíbles, fue naciendo la muerte moderna. ¿En qué con­siste? Pues consiste sencillamente en la capacidad que posee la medicina de nuestro tiempo para alargar indefinidamente la vida vegetativa de los enfer­mos que no disponen de funcionalidades orgánicas básicas con la suficiente autonomía para mantenerse por sí mismos con vida. Los trebejos materiales de que hoy nos valemos en el caso de grandes lesiones, por ejemplo, del sis­tema nervioso central, permiten que el sujeto, sin posibilidad alguna de recu­peración, pueda, sin embargo, mantenerse vivo largo tiempo. Mantenerse vivo quiere decir aquí poder respirar y que el corazón trabaje mediante los apo­yos instrumentales pertinentes. Mas, por descontado, sin conciencia, en coma, y en coma irreversible. El enfermo es entonces como un apéndice de las máquinas que sostienen la actividad cardiorrespiratoria. El enfermo es en el fondo una máquina más. Algo pasivo, impermeable a los estímulos, sin res­puestas propias, sin especificidad y sin valor humano de ninguna clase. Dicho de otro modo: la persona está muerta y lo que pervive es solamente un con­junto biológico.

De aquí, de esta rara situación, hoy día sumamente frecuente, derivan dos consecuencias notables. Una, que el paso de la vida a la muerte sólo puede ser establecido mediante fases graduales, pues las funciones que el individuo mantiene con la ayuda de los aparatos médicos son apenas la ex­presión mínima de su específica fisiología. Un enfermo sostenido en coma profundo, prolongado e irrecuperable, pesando quizá no arriba de treinta ki­los, encogido sobre sí mismo en posición fetal y ausente del mundo de alre­dedor, constituye sin duda un espectáculo alucinante que nos obliga a pensar en el límite, en el hilo del límite, a través del cual esos automatismos, esos pequeñísimos automatismos, una vez rotos, o sin romper, son ya de por sí muerte actual, muerte presente, muerte definitiva. El conjunto biológico se parece más a la dinámica ciega de cualquier mecanismo instrumental que al rendimiento armónico de las funciones vitales. Entonces se ve cómo la muer­te está taraceada en la vida, y cómo es sumamente difícil, por no decir im­posible, dar con el punto de flexión entre una y otra instancia. La muerte se torna cuestión de matiz. He aquí un problema que hace menos de cua­renta años sería absolutamente inimaginable. Se habla de muerte biológica cuando las estructuras encefálicas dejan de estar activas. Pero, como se ve, esa actividad, por su inercia y por su significación subordinada, no basta para justificar la definición de la vida.

De ahí la segunda consecuencia de la prolongación artificial de los meca­nismos fisiológicos básicos. En estos comas irreversibles, lo que conquista­mos, aquello que tenemos delante de nosotros, es en realidad un muerto sin cadáver. Y de ahí también la inquietud que tales casos producen en quienes tienen obligación de asistirlos. (Alguno recuerdo yo que, ya pasados años abondo, no logro arrancar de mi memoria.)

Y vemos cómo por este camino la medicina actual contribuye de un modo decisivo a la ocultación de la muerte, a sostener el tabú en torno a la muerte que es una de las características de la sociedad en la que vivimos. Escapamos del espectáculo de la muerte y la ciencia; sin proponérselo deliberadamente nos muestra una y otra vez un rostro constante de ella. Un rostro atrozmente aterrador porque es capaz de patentizar esa frontera sutil, ese terreno de transición delicada que ensombrece como una niebla el paisaje abigarrado y ledo de la vida. La medicina, hoy tan eficaz y tan poderosa, constituye un buen ejercicio espiritual. Aquel que señala implacable al núcleo de muerte y decadencia que el cuerpo lleva dentro de sí. Como dice lonesco, «nacimos incurables» e incurables seguiremos por siempre jamás, pues nuestra más segura enfermedad, aquella que los muertos vivientes de las agonías sin sen­tido nos muestran en su miseria y en su desvalimiento es ciertamente la muerte. La ocultación trae, pues, la mostración.

La muerte moderna es, por tanto, no un acontecimiento bien delimitado, sino más bien un devenir paulatino, un dinamismo bilateral, una energía equi­librada y, en muchos casos, una realidad aplazada. Una realidad que puede ser enlentecida, diferida, inhibida. Esa inhibición tiene una fenomenología atroz: la de la prolongación sine die de la agonía. El agónico mantenido con vida por los aparatos médicos es, como acabo de decir, y hoy ya comienza a admitirse, un muerto sin cadáver, un morí vivant, según la terminología de los franceses o, como yo sugiero ahora mismo, la muerte puesta entre parén­tesis. De ahí la dificultad actual de acceder a una definición válida del morir. Mas nuestra época se caracteriza también por la contradicción, por el cul­tivo amoroso de los contrarios. Y frente a la muerte encubierta y prolongada, intenta constantemente, y cada día con mayor obstinación, aligerar el tránsito, hacerlo súbito, cómodo, diligente y con las mínimas molestias posibles. In­tenta, en fin, facilitar la muerte.

Continuación: Domingo García-Sabell sobre la muerte (II)

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