miércoles, 28 de diciembre de 2016

José Rafael Hernández Arias y las “Viejas y nuevas utopías”


Si hay algo de justicia en este mundo (cosa que dudo) y de ecuanimidad en el mundillo intelectual (cosa que dudo incluso más) con el paso de los años, José Rafael Hernández Arias acabará siendo reconocido como uno de los autores españoles más originales de finales del XX y principios del XXI. Traductor vinculado principalmente a la editorial Valdemar (Nietzsche, Schopenhauer, Kafka, Kleist, Melville, E.T.A. Hoffmann, Jean Gebser ...)  autor de un libro sobre Nietzsche y las utopías científicas que necesitaría de más lecturas para apreciar su valor, filósofo, germanista, estudioso de Donoso Cortés, polemólogo, autor de novelas de horror sobrenatural
Para hacer causa para este fin, este modestísimo blog irá publicando parte de los prólogos que Hernández Arias realizó para sus traducciones (pues merecen una lectura por si mismos) y algunos de los artículos que publico a finales de siglo, principalmente en el ABC cultural. Quizá así se animen a conocer a este autor, comprar sus libros y leer sus traducciones.  
 Para empezar les dejo con un artículo que el autor escribió para el ABC Cultural el 2 de diciembre de 2000 -Viejas y nuevas utopías- en el que aborda una de sus principales preocupaciones: las utopías tecno-científicas. Pocas cosas más de actualidad. Qué lo disfruten.

De cerca
Viejas y nuevas utopías

DURANTE la segunda mitad del siglo XX se discutió intensamente sobre la crisis de las utopías, quizá confundiendo el con­cepto de utopía con el de ideología to­talitaria, distinción que trazó Karl Mannheim en su famoso opúsculo Ideología y utopía. Sin embargo, a principios del nuevo milenio se ob­serva un renacimiento del pensa­miento utópico, lo que ha generado un nuevo debate en torno al utopismo y sus variedades: las «antiutopías», las utopías positivas y negati­vas, así como las utopías críticas y satíricas. Para reflejar y alentar esta nueva controversia, la Biblioteca Na­cional de Francia y la Biblioteca Pú­blica de Nueva York han organizado conjuntamente una exposición titu­lada Utopía. La búsqueda de la socie­dad ideal en Occidente, que, después de permanecer en Paris, se ha trasla­dado a Nueva York. Allí podrá visi­tarse hasta el 27 de enero de 2001. En esta exposición puede seguirse la evolución del pensamiento utópico desde sus confusos orígenes en los mitos de la Edad de Oro hasta la actualidad.

Como inicio del género utópico se considera la fecha de publicación de la obra de Tomás Moro Utopía (1516). aunque hay especialistas que proyec­tan los rasgos del género hacia el pa­sado e incluyen en el ámbito utópico pasajes bíblicos y obras como La Re­pública de Platón o La Ciudad de Dios de San Agustín, dotando al con­cepto de una abstracción que contri­buye, sin duda, a difuminar sus lími­tes. Su origen como género literario, sin embargo, se debió a unas cir­cunstancias precisas, fue un producto de la élite humanista que pretendía, así difundir su visión del mundo y del ser humano. En concreto, esta corriente de pensamiento defendía una imagen del hombre como el ser racional que labra su propia fortuna, como un escultor o poeta que determina el espacio so­cial en que desea vivir. Por consi­guiente, la utopía se inscribe en la perspectiva de una refundación del orden político y social. No obstante, las utopías son esperanzas que no coinciden necesariamente con su realización: son el espacio figurado donde se funde la literatura y la polí­tica, la acción y la ficción. Como de­cía Ernst Jünger, las utopías descri­ben fundamentalmente la época del autor y son modalidades del nuestro ser que muestran sus consecuencias en un espacio de especial fuerza sig­nificativa. Así pues, en este género también encontramos un compo­nente lúdico o literario que intenta reflejar alternativas o sueños impo­sibles de la condición humana, pues el hombre se puede considerar un ser utópico, un ser que oscila entre la realidad y la fantasía.

Desde su publicación, la obra de Santo Tomás Moro ha sido objeto de polémica: unos la han definido como un ejercicio retórico humanista, otros como una crítica feroz del mundo político y de los males de la sociedad de su tiempo. Aunque la obra mantiene rasgos abstractos y li­terarios, no puede concebirse como inocua, en ella anida una carga idea­lista susceptible de corrupción y que no se agota en un esteticismo inofen­sivo. En la mayoría de los proyectos utópicos encontramos la idea de que el hombre puede crear órdenes socia­les y políticos ex nihilo, órdenes que consideran a la humanidad y la rea­lidad como una tabula rasa. Por esta razón, las utopías de los siglos XVI y XVII conforman la semilla del árbol genealógico del totalitarismo. Con Voegelin se podría decir que los regímenes totalitarios tuvieron su ori­gen en la crueldad lúdica de algunos intelectuales humanistas.
Pero el género utópico experimen­tará cambios profundos a lo largo de la historia. A partir del siglo XVIII la utopía abandona el marco estricta­mente literario y se introduce en el discurso social y político. Resulta sorprendente que fuese el espíritu racionalista el que provocase una multiplicación inusitada de utopías, descarrilando Analmente en un vo­luntarismo absoluto. En el periodo de las grandes revoluciones, ya no se tratará, como antes, de configurar espacios ficticios, sino de realizar la utopía a sangre y fuego si es preciso. Esta tendencia se alimentará de una serie de mitos políticos con una gran fuerza de atracción: la idea del «mo­derno Prometeo» y del perfecciona­miento de una Creación inacabada pasará del jacobinismo al nacional­socialismo con terribles consecuen­cias; hoy sigue su difusión impul­sada por ciertas corrientes genetistas. Y después de las catástrofes béli­cas, el género utópico trazó modelos idílicos basados en la igualdad social o en el progreso de la técnica, aun­que también aparecieron las «con­trautopías», con sus escenarios apo­calípticos y sus críticas al industria­lismo y a la energía atómica. Pero, ¿y en la actualidad? Mientras queda pa­ralizada la utopía política por un su­puesto final de la Historia debido, se­gún Fukuyama, a la victoria planeta­ria de la democracia liberal y multicultural, en los albores del nuevo milenio comprobamos cómo se difunde la utopía que genera el progreso tecnológico. Se trata de una utopía científica que promete la in­mortalidad, la huida de una realidad imperfecta y una ampliación enorme de las capacidades humanas. Desde hace algunos años, los gurús de la era informática intentan troquelar el futuro según sus propios ideales de cómo debe transcurrir la anda­dura del ser humano. Para Ray Kurzweil, el autor de La era de las máqui­nas espirituales, nos hallamos en un proceso inexorable que nos llevará a un futuro posbiológico en el que la muerte quedará desterrada de nues­tras vidas, el hambre de la tierra, y en el que terminaremos por fundirnos con las máquinas. Kurzwell afianza sus pronósticos (¡que llegan hasta el año 2099!) con una noción de evolución neodarwiniana (la «gran programadora de la vida») rayana en el misticismo. Al igual que los huma­nistas de siglos pasados, los héroes del pensamiento cibernético, como Daniel Dennett, intentan moldear el futuro de la humanidad según sus propias fantasías. Su espíritu, sin embargo, desborda con creces lo lúdico y entra en el ámbito de lo secta­rio.
Jaron Lanier, impulsor de la revolución tecnológica e inventor del término virtual reality, no ha dudado en aplicar a estos seudofilósofos el término de «totalistas cibernéticos». Para ellos toda experiencia humana es una ilusión y no hay una diferen­cia ontológica reseñable entre un ser humano y una máquina. En el fu­turo, cada persona podrá experimentar su propia utopía en el mundo de la «realidad virtual», el nuevo paraíso artificial que terminará por suplantar a este deprimente, abu­rrido y conflictivo mundo de la «rea­lidad real». Si el juego aparente­mente inocente de los humanistas pudo desembocar en los totalitaris­mos del siglo XX, produce escalofríos la pregunta de adonde nos podrá lle­var la inconsciencia científico-filosó­fica de los nuevos chamanes de la era virtual. ■



José Rafael Hernández Arias, ABC Cultural, 2 de diciembre de 2000. p. 26

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