sábado, 16 de noviembre de 2013

"La Dama de Vallcarca" de Juan Eduardo Cirlot.

Vallcarca. Fotografía de Manel Armengol

LA DAMA DE VALLCARCA 

  EL Infierno regenera sus tentáculos. Silban en la avenida de las sombras, donde el humo reclama las copas de los árboles. Silban con dulzura penetrante. Su nombre, roto a trozos, comparte la comida de las serpientes: arroz ensangrentado, frutas negras, restos de ruidos y de rotaciones. Silban dulcemente allá en el bosque, donde ira una fuente muerta murmura el nombre roto, sus anillos espesos. Mis pasos circulares forman un alfabeto amarillento, con iniciales azules y violáceas.

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  Atraído por el lugar y el olvido, he llegado a Vallcarca, bajando una escalera quebrada, con barandilla de hierro húmedo, pisando blancas losas y pasando junto a desventuradas puertas y quemadas ventanas. Un olor de animales y flores flota en el ambiente bajo. La gran calle corresponde al Río del olvido; el camino tortuoso que lleva hasta la colina pedregosa es el Rio de la juventud: aquí está, pues, el paisaje megalítico y aquí voy a quedarme mientras la llave pueda conocer su puerta, mientras la puerta reconozca el fulgor de su llave; mientras el espacio no lleve me consigo, mientras la roca roja y ávida no se transforme en lamento.

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Contemplo el horizonte, gravemente agitado. Las siniestras promesas de armonía bajan de la montaña y sus secas paredes de aire negro tienen verdes cerrojos y agujeros, y trompetas de lana junto al agua. Puñado de ceniza, lámina de almizcle mío y muerto, ven, tócame aún estos rostros tuyos, usa mis corazones y mis largos caminos de llagas en las ruedas del cielo. No dejes de ofrecerme entre tus hojas ese pastel de sangre, ese animal obscuro,cuyas garras surgen a través de epígrafes prohibidos. No bajes tu cornamenta, luna terrible. Húndeme tus lenguas afiladas en las manos que coloco en la madera virginal. Tenme en ti desgarrado y que de mi cuerpo como armario, salgan tus vestidos de centenas, de lentejuelas y pinchos como espejos. ¡Oh, sepulcro mío, profundidad!

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Nada puede avanzar. Todo termina en mutilación. Inmensos valles cortados a pico, corderos sin cabeza, manos de cuatro dedos, auroras devoradas. Y dentro de la roca, nuevos ardientes ruidos, matrimonios horribles de azufre y de mercurio, un humo denso y frío, agitado, no obstante, por despiadado fervor. Entre la casa de hierro y sus filas de cristal se reordenan en la verja azulada, hay un resplandor agudísimo, que comienza más allá del dolor. Cada cadena se desprende sola y grandes águilas blancas iluminan el sol al mediodía.

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De pronto, todos los tambores de Vallcarca están sonando. Los timbales añaden su estrépito. Y el gong. Pasan procesiones de monjes vestidos de amarillo. Procesiones de monjas vestidas de lagarto. Pasan dragones negros, dorados; los grandes dragones rosas. Redoblan los tambores y chillan las flautas como ratones. Paso yo, con mi túnica anaranjada, camino de la cima pedregosa, donde dos centuriones ayudan al sacerdote de los sacrificios.


(Correo de las Artes, nº 4, 1957. Existe una primera versión en Índice, octubre de 1956)


Retrato de Juan Eduardo Cirlot en su habitación de trabajo (Francesc Català-Roca, 1954).
ADENDA:

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