miércoles, 27 de noviembre de 2013

Adiós a todo eso. La Caída del Muro. XXIV años después. (y 3).


Diccionario de adioses.
ADIÓS.

HE malgastado mi vida. Es lo único que me queda decentemente por escribir, ante las fotos de las fosas comunes de Timisoara.

Sé que sería sencillo hacer un quiebro. Decir que nada tiene que ver esa monstruosidad con el sueño de una sociedad libre de hombres iguales, por la que aposté, a todo o nada, hace ya mucho más tiempo del que sería preciso para pretender ser hoy recuperable. Pero no es hora de andar jugando con las palabras y las cosas. Como comunista he sido responsable también de eso. Y basta.

Sólo me queda, pues, decir adiós. A todo. La sociedad capitalista está podrida. Me reafirmo en ello, con la fuerza de una certeza absoluta. Que quede claro: rezuma miseria y desolación —material y simbólica— por cada resquicio dé sus escaparates deslumbrantes. El socialismo —quede igualmente claro— no ha sido más que un inmenso campo de concentración y tortura. Y quienes, designando con justeza lo primero, hicimos, de la lucha comunista nuestra razón de sobrevivir en el sinsentido diario, hemos sido los cómplices —inconscientes, penosos, lamentables, ridículos, todo lo que se quiera, pero cómplices— de lo segundo. Sin nuestro sofisticado aparato discursivo, hecho de distinciones sutiles entre socialismos reales y teóricos, tal vez hubiera sido más fácil designar lo evidente. Aún en el “Infierno” de Dante hay círculos graduales: el nuestro, visto desde el suyo, era casi un paraíso.

Me avergüenzo de haber pendido el tiempo, hablando y escribiendo de inteligentes tonterías que ocultaban cómo otros sufrían y morían en silencio. Se, así, que no soy mejor que ese dirigente del PCE que, hace apenas una semana, se negaba a que pudiera usante para el camarada Ceaucescu el calificativo, demasiado duro en su opinión, de «déspota». Yo, que he usado siempre calificativos bastante más brutales para él y para los de su ralea, he querido empeñarme, sin embargo, en hacer el elogio de una revolución imposible que no era —por muy paradójico que resulte— sino la coartada de sus matanzas.

No soy mejor que Ignacio Gallego, pues. Ni mejor que la disciplinada representante del PCE que, en el último Congreso del PC Rumano, hace un mes, ovacionó al Conducator «por respeto» —dice ahora— «al pueblo de Rumania». Todos somos tan culpables como ellos. Como los que se beneficiaron de las residencias para miembros de la nomenklatura al borde del Mar Negro, como los que fueron parte del círculo íntimo de los Ceaucescu y ahora callan como tumbas, como los que hoy aún tienen la desvergüenza de seguir haciendo uso institucional de ese adjetivo «comunista» que recibieron de la Komintem primero, ratificaron luego por la Kominform...

Tan culpable como ellos. Está claro.

Dan ganas de no volver a escribir jamás una sola línea política.



Gabriel Albiac. 28 de diciembre de 1989. Pg 2. El Mundo.

ADENDA:

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